OPINIÓN
¿Por qué matan a tantos celadores en Colombia?
Si algo bueno podría dejar el caso de doña Edy es la voluntad política para reformar nuestras arcaicas normas de seguridad privada y avanzar en garantías laborales para todos los celadores.
El trato vergonzante que recibió durante más de un mes la señora Edy Fonseca como “vigilante” (en un momento explico las comillas) de un edificio en el norte de Bogotá. Ha servido (por fin) para despertar al país frente a las tragedias diarias y casi siempre anónimas de los más de medio millón de celadores, ronderos, serenos y custodios, los guardas, guardianes, guachimanes (palabra fea pero aceptada por la RAE), los porteros y también de los conserjes, que es como los llaman quienes los usan de vigilantes en sus edificios pero pagándoles menos y poniéndoles más trabajos (aseo, jardinería y mandados), como era el caso de la señora Edy.
Una semana antes de que City noticias diera a conocer el caso y se conocieran las imágenes del sofá donde dormía al terminar sus turnos de 18 horas, las condiciones de inanición y las complicaciones de salud que obligaron al trasladado de doña Edy en ambulancia. Un vigilante en Suba, ingresaba a la clínica tras recibir una brutal golpiza con un bate de baseball, propinada por un residente al que le reclamó por el no uso del tapabocas en zonas comunes. Si vemos las estadísticas, estos no son casos aislados, los celadores en Colombia son víctimas recurrentes tanto del abuso laboral como de agresiones y asesinatos.
Hace tres años coordiné una investigación que buscaba identificar el impacto de la vigilancia privada en las condiciones de seguridad ciudadana en el Distrito. Entre todos los hallazgos uno en particular resultó alarmante, en un periodo de 18 meses medicina legal reportaba el homicidio de 215 vigilantes, eso equivale a que cerca del 2 por ciento de todos los homicidios en Colombia eran de celadores, en cifras esta es una población con un nivel de riesgo tan alto como el de los líderes sociales.
Al comparar los registros de homicidios encontramos que eran asesinados más vigilantes que policías o militares. Los vigilantes privados tuvieron una tasa de homicidios elevadísima de 43 por cada 100.000, eso es más del doble del promedio nacional y casi tres veces la tasa de homicidios de miembros de la fuerza pública (18x100k). Además, con cerca de dos mil heridos y lesionados por año, los vigilantes también superaron como víctimas el promedio nacional y el de la fuerza pública. ¿Qué causa toda esta violencia contra los prestadores de servicios privados de vigilancia?
Las estadísticas de Medicina Legal no permiten identificar la causa de las muertes, y nos quedaba la duda si estas muertes están o no relacionadas con el servicio que prestan. Para encontrar respuestas entrevistamos unas veinte compañías de vigilancia y seguridad, casi todas las respuestas apuntaron a su arma de dotación como determinante de las tragedias. En unos casos se trataba de suicidios en el puesto de trabajo y los cuales tienden a aumentar en diciembre, en otros casos son resultado de ataques para robarles su arma de dotación (resulta más atractiva el arma que la propiedad que cuidan) y un tercer factor estuvo asociado a su movilidad nocturna en barrios de alta criminalidad.
Es paradójico, pero tanto las cifras (un par de años desactualizadas) como los reportes cualitativos (con sus respectivos sesgos), muestran que la mayor vulnerabilidad de los vigilantes es precisamente que están armados. En Colombia son más de seiscientas las empresas que prestan servicios de vigilancia con armas, en contraste, en Canadá solo cuatro empresas están autorizadas para portar armas y en Uruguay ninguna. La mayoría de países privilegian la seguridad con medios electrónicos, en cambio acá tenemos más de noventa mil armas en manos de las empresas de vigilancia y seguridad. Son tantas armas cortas y largas que en Bogota los celadores tienen más armas por cuadrante que los policías, y eso sin sumar las armas no registradas, las gemeliadas o las reportadas como “robadas”.
El mercado de la seguridad con medios electrónicos es todavía muy pequeño en el país, hay poderosos intereses políticos y económicos para que este no crezca, para que se usen menos cámaras, alarmas, sensores de movimiento y puertas con control de acceso, y en cambio más revólveres y escopetas. Se estima que la mitad de los servicios de seguridad privada en Colombia son informales, manejada por empresarios grises que tienen una efectiva capacidad política y corruptiva, que no se dejan formalizar ni tampoco sancionar y mucho menos cerrar.
El problema de fondo es que tenemos una normatividad pro-armas, que desincentiva con las tarifas reguladas la innovación y las inversiones de capital para mejorar la calidad de la vigilancia. Hoy un puesto de vigilancia con revólver solo vale un 1,5 por ciento más que uno sin revólver, incluso es más barato un celador armado (así no sepa cómo usar el arma) que un celador con un canino. Ahora que somos del club de la Ocde deberíamos tratar de medio parecernos a los otros países miembros en el control de armas en empresas privadas, pero no, cada día nos vemos más cercanos a los peores del vecindario, que son El Salvador y Honduras.
Si algo bueno podría dejar el caso de doña Edy es la voluntad política para reformar nuestras arcaicas normas de seguridad privada y avanzar en garantías laborales para todos los celadores. Las empresas que sí cumplen las normas (obsoletas) están en una desventaja crónica contra los ilegales e informales, necesitamos normas y capacidades institucionales pro-legalidad. Para eso hay que ponerle la lupa a lo que viene pasando desde hace años en la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada, una entidad importantísima para la seguridad nacional, pero cada vez más lánguida y maniatada por el clientelismo y la corrupción, una realidad que el ministro de Trabajo conoce muy bien.