OPINIÓN
El rayo de Júpiter
En Colombia no somos civilizados, aunque seamos tan pretenciosamente cultos como para bautizar como dioses grecorromanos nuestras fuerzas de tarea encargadas de ir a matar gente.
Ante la estólida placidez del presidente Iván Duque, y en sus propias narices, algunos “elementos descorregidos” del Ejército colombiano parecen estar volviendo a la horrenda práctica de los “falsos positivos”: los asesinatos de civiles fuera de combate presentados como trofeos para fingir que van ganando la guerra, no ya contra la subversión armada, sino contra sus remanentes. Remanentes que se llaman “disidencias” de las desmovilizadas Farc y “bandas criminales”, en general sostenidas por los dineros del narcotráfico y de la minería ilegal, además del ELN protegido por el régimen venezolano de Nicolás Maduro. O eso nos dicen.
Veo que este párrafo me salió plagado de comillas. No son mías. Son las que se han venido usando desde hace décadas para suavizar, para edulcorar, para disfrazar bajo eufemismos y perífrasis y circunloquios, para negar la realidad tremenda de la corrupción moral de las Fuerzas Armadas de Colombia, convertidas en protectoras de asesinos venidos de sus propias filas y mandados por sus propios jefes. El primero en hablar de “descorregidos” fue hace más de treinta años el ya para entonces expresidente Alberto Lleras; y se trataba de señalar a los responsables de los primeros casos conocidos de desapariciones forzosas a manos de los militares, cuando la presidencia de Alfonso López Michelsen. Nadie los corrigió. Por el contrario. Y sus actos solo vinieron a ser calificados y tipificados como delitos muchos años y varios gobiernos más tarde, cuando ya su número, desaforado bajo la política de “seguridad democrática” (más comillas) del presidente Álvaro Uribe, superaba los cinco mil. Cinco mil civiles muertos a tiros y post mortem declarados guerrilleros y disfrazados de tales. Tal vez el baldón de vergüenza más grave que haya tenido en su historia el Ejército de Colombia.
Los dos casos más recientes, ocurridos en las narices del estólido presidente Duque, que no ha dicho ni mu, y en las de su desfachatado ministro de Defensa, Guillermo Botero, que empezó por negarlos en redondo contra las evidencias, son el del guerrillero desmovilizado Dímar Torres, en el Catatumbo, Norte de Santander, y el del líder campesino Flower Trompeta Paví, en Corinto, Cauca. Sobre el primero ya están las circunstancias macabramente claras: fue un crimen largamente preparado por oficiales de la Fuerza de Tarea Vulcano del Ejército, cometido por un cabo y ordenado por un teniente coronel (existen grabaciones al respecto). En cuanto al segundo hay versiones encontradas entre la comunidad indígena a la que pertenecía la víctima y la Fuerza de Tarea Apolo, respaldada por el ministro de Defensa Botero. Los indígenas dicen que vieron cómo los soldados sacaban vivo de su casa al luego abaleado Flower Trompeta. Botero afirma por su parte que este murió en combate, en una operación antiguerrilla. Escribo el jueves por la noche. No sé si para el domingo, cuando esto se publique, el locuaz pero errático ministro habrá cambiado su versión.
Son solo dos casos de “asesinatos fuera de combate”, es decir, de asesinatos; de (sigo con las comillas) “ejecuciones extrajudiciales”: como si hubiera ejecuciones judiciales en este país en el que no existe legalmente la pena de muerte, así sean muchos los que la reclaman, y muchos más también los que piden “que la quiten” por haberla visto aplicada “manu militari” desde hace tantos años. Son solo dos casos los denunciados hasta ahora en esta nueva etapa, bajo este nuevo gobierno y esta nueva cúpula militar, inspirados uno y otra por la larga y siniestra sombra del expresidente Uribe. En cualquier país civilizado estos dos casos bastarían para provocar un escándalo. Pero en Colombia no somos civilizados, aunque seamos tan cultos (¿acaso Bogotá no ha sido llamada por visitantes extranjeros, o al menos por un solo visitante extranjero de hace cien años, “la Atenas suramericana”?), aunque seamos tan pretenciosamente cultos como para saber bautizar con los nombres de los clásicos dioses grecorromanos nuestras militares fuerzas de tarea, encargadas de ir a matar gente. Pues como lo ha definido la aguerrida senadora uribista María Fernanda Cabal, el Ejército “es una fuerza que entra a matar”.
Vamos apenas en Vulcano y en Apolo. Faltan todavía unos cuantos de los dioses antiguos. A ver cuándo nos llega el rayo de Júpiter.