OPINIÓN

Punto final a la barbarie

Ojalá, como ha sucedido en el caso de Jesús María Valle Jaramillo, la justicia, así sea la internacional, esclarezca el asesinato del esposo de la líder indígena Aída Quilcué

Semana
2 de enero de 2009

Los asesinatos de Jesús María Valle Jaramillo y Edwin Legarda Vásquez, ocurridos en distintas circunstancias, nos recuerdan que la destrucción moral de aquel que se resiste y disiente ha sido un método de guerra privilegiado en este país y un mecanismo eficaz en el aseguramiento de la dominación. Afortunadamente hay escenarios jurídicos internacionales que le recuerdan al Estado que esas prácticas no pueden permanecer impunes.

Hace un par de días, mientras el país celebraba sus jolgorios navideños, el Estado fue notificado de la sentencia condenatoria proferida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su contra por no proteger la vida del jurista Jesús María Valle Jaramillo, asesinado en su oficina del centro de Medellín el 27 de febrero de 1998 por sicarios al servicio del paramilitarismo para impedir que siguiera denunciando las atrocidades cometidas por los paramilitares en el Norte de Antioquia en connivencia con militares y policías.

“Yo siempre vi y así lo reflexioné que había como un acuerdo tácito o como un ostensible comportamiento omisivo, hábilmente urdido entre el comandante de la Cuarta Brigada, el comandante de la Policía de Antioquia, el doctor Álvaro Uribe Vélez, el doctor Pedro Juan Moreno y Carlos Castaño. Todo el poder de los grupos de autodefensa se ha consolidado por el apoyo que ese grupo ha tenido con personas vinculadas al Gobierno, al estamento castrense, al estamento policivo y a prestantes ganaderos y banqueros del departamento de Antioquia y del país”, declaró Valle Jaramillo en la Fiscalía Regional de Medellín el 6 de febrero de 1998, días antes de su muerte.

A Valle, quien era Presidente del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia no lo escucharon en ese entonces las autoridades civiles, ni las militares y de policía. A sus clamores, los estamentos castrenses respondieron con denuncias en su contra por injuria y calumnia. Álvaro Uribe Vélez, gobernador de Antioquia para esa época, lo calificó de “enemigo de las Fuerzas Militares”. No obstante, ex paramilitares han confesado ante los fiscales de la Unidad de Justicia y Paz cómo se orquestaron las masacres perpetradas Antioquia con el apoyo de las fuerzas militares y de policía; y la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado al Estado por esas incursiones. Valle Jaramillo tenía la razón.

La sentencia de la CIDH no sólo determinó que existió violación de los derechos a la libertad personal, a la integridad personal y a la vida en perjuicio del jurista, sino que instó al gobierno a “remover todos los obstáculos que impidan la debida investigación de los hechos, y utilizar todos los medios disponibles para hacer expedita dicha investigación y los procedimientos respectivos” y le exigió que “el resultado del proceso deberá ser públicamente divulgado para que la sociedad colombiana pueda conocer la determinación judicial de los hechos y sus responsables en el presente caso”. Atrás deberán quedar las dilaciones, los distractores y los silencios que rodean este crimen.

Ese mismo reclamo hay que hacérselo al Estado en el caso del comunero indígena Edwin Legarda Vásquez, miembro del resguardo indígena Pickwe tha fiw asesinado por tropas del batallón José Hilario López el pasado 16 de diciembre en zona rural del municipio de Totoró, Cauca. Él no era un indígena más, era el compañero de Aida Quilcué Vivas, consejera mayor del Consejo Regional Indígena del Cauca y líder de la Minga de Resistencia, un movimiento social que que fue calificado de “terrorista” por el presidente Uribe.

Este asesinato tampoco es un hecho fortuito o aislado. Considerando el contexto y los antecedentes tiene otra connotación: Edwin sufrió la agresión física, pero Aida se enfrenta a un agravio moral que apunta a castigar y a socavar su voluntad de resistencia y de organización de los pueblos indígenas, la verdadera conciencia social de este país.

Los hilos invisibles de la barbarie se tejen de tal manera que cuando no se puede eliminar físicamente al contradictor se le daña a través de la agresión al cuerpo de sus seres queridos. Quienes recurren a este método saben que hay otras formas de destruir la existencia del otro, que el blanco no es solo su cuerpo sino también su subjetividad. Con estos medios no sólo se busca generar miedo en el opositor, sino invadirlo de culpa y tristeza, para que no sólo se aísle, sino que pierda el sentido hasta de su propia existencia. Ojalá Aida Quilcue Vivas no desfallezca a causa de este agravio y, por el contrario, encuentre en él motivos para mantener su voluntad de resistencia y seguir hablándole con la sabiduría de su pueblo a este país.

Espero que, como lo ha demostrado el proceso de Jesús María Valle Jaramillo, los dispositivos de impunidad activados fracasen y la justicia, así sea la internacional, esclarezca el asesinato de Edwin Legarda Vásquez. Tanta barbarie contra quienes defienden los derechos de los más pobres y excluidos debe tener punto final y es imperativo exigir muchos miembros del Estado que, de una vez por todas, renuncien al ejercicio ilegitimo de la violencia.



* Juan Diego Restrepo es periodista y docente universitario

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