OPINIÓN
¿Quién manda a la Policía?
En las circunstancias de deterioro de la cadena de mando registrada, deben responder por las vidas cobradas de ciudadanos inermes, los más altos eslabones de responsabilidad política e institucional y no solo los policiales involucrados.
Los inadmisibles actos de violencia de estos días dejan al descubierto que la ciudadanía se encuentra inerme ante los atropellos de la delincuencia y los abusos de la Policía. Los videos de los desórdenes en Bogotá y Soacha muestran a manifestantes y policiales totalmente fuera de control. Pero que la Policía haya protagonizado semejante uso desproporcionado de la fuerza contra civiles desarmados es indefendible y lo más grave es que los altos mandos, incluidos el presidente Duque y el ministro Trujillo, se han abstenido de responder con la contundencia que la situación amerita.
Los disturbios motivados por la tortura y homicidio de Javier Ordóñez revelan un panorama devastador. A la condenable participación de quienes atropellan la protesta con su violencia se suma la acción indiscriminada de bandas de 20 y 30 policías, motorizados y a pie, actuando como los vándalos que están llamados a contener. Muchos de sus cascos no llevaban el número de identificación. Lo más peligroso es que en por lo menos cuatro localidades de Bogotá los policiales dispararon contra manifestantes inermes y entregaron armas de fuego a personal de civil. En Teusaquillo, se vio a un ciudadano reclamando sensatez de un agente que apuntaba y disparaba un rifle calibre 12.
Lo sucedido permitió constatar que la Policía sale a las protestas armadas y dispuesta a disolverlas en vez de brindarles la protección debida, que incluye tácticas muy conocidas de contención quirúrgica de desmanes, sin atropellar a los manifestantes pacíficos que son la mayoría. El alcalde de Cartagena evitó un desmán policial porque acompañaba la marcha que los uniformados se disponían a disolver.
La Policía que conocí como secretaria de gobierno y alcaldesa de Bogotá era un cuerpo disciplinado a lo militar, jerárquico y con una cadena de mando que ninguno osaría desconocer. Un caso aislado puede atribuirse a insubordinación, pero el uso de armas de fuego registrado en múltiples escenarios no puede ser tratado como expresión de indisciplina. En la Policía esa no es una opción. Alguien tuvo que dar la orden o dejar de darla. Si ello resulta no ser cierto como reclaman los altos mandos, el deterioro institucional es tan grande que amerita guardar la Policía hasta que se tomen medidas de fondo en los lugares donde los subalternos, como aseveró el general Penilla, dispararon sus armas siguiendo “su propio criterio”.
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Con todo, el tema de las órdenes debe ser investigado por la gravedad que encierra para la democracia. Ya sea por acción u omisión, el camino al totalitarismo empieza con situaciones ambiguas sobre quién debe responder por el uso abusivo, desproporcionado e indiscriminado de las armas del Estado. En las circunstancias de deterioro de la cadena de mando registrada, deben responder por las vidas cobradas de ciudadanos inermes, los más altos eslabones de responsabilidad política e institucional y no solo los policiales involucrados como se ha vuelto costumbre. Sin renuncias y con impunidad, la poca contención democrática que subsiste en nuestros gobernantes puede derivar en la tentación de los autogolpes, al estilo Fujimori.
La realidad es que para tener la Policía civilista, defensora de los derechos ciudadanos y guardiana de la convivencia pacífica que vislumbró la constituyente de 1991, no bastarán las reformitas. Para erradicar esa cultura militarista del enemigo interno, inculcada y arraigada a fondo durante el conflicto armado, se hace necesario arrancar de cero para crear una nueva Policía, esa sí defensora de los derechos humanos, de las comunidades, de los débiles, de la población LGBT, de las mujeres y de los jóvenes, que tanto modelo de buen padre de familia necesitan.
Respecto de los alcaldes, es indispensable hacer un direccionamiento y seguimiento permanente de la Policía a través de los consejos de seguridad. Con todo, esa instancia puede resultar inocua mientras no se resuelva la dualidad constitucional que hace de los alcaldes, jefes de policía, pero a los comandantes totalmente dependientes de sus superiores para prosperar en la línea de mando y al presidente, prevalente sobre las decisiones locales. Es un mal arreglo institucional que hoy nos deja sin saber quién manda a la Policía.