OPINIÓN

Bienvenidos a la cordura

Sin duda, el primer efecto que se desprende del hecho de que las Farc dejen las armas y se conviertan en partido político es el declive del uribismo.

María Jimena Duzán, María Jimena Duzán
1 de julio de 2017

Es cierto: el acto de dejación de las Farc fue un hecho histórico, que para sorpresa de muchos colombianos no tuvo el brillo que se merecía. Sin embargo, el hecho de que el país no hubiera recibido esta noticia con el júbilo que todos esperamos no significa que los colombianos seamos
unos perros falderos del uribismo ni que este grupo represente el sentir nacional.

De hecho, lo que demuestran las encuestas es todo lo contrario. La última de Gallup revela que el liderazgo de Uribe pierde favorabilidad –hoy es de 48 por ciento y su índice de desfavorabilidad de 46 por ciento–, va en aumento, en tanto que ninguno de sus ‘Medvédevs’ despega en las encuestas. Al que mejor le va de sus candidatos en esa encuesta es a Luis Alfredo Ramos. Sin embargo, esa candidatura podría embolatarse ante el hecho de que su abogado fue Luis Gustavo Moreno, el corrupto director de Anticorrupción de la Fiscalía, quien tras ser nombrado por el fiscal Néstor Humberto Martínez, como un guiño al Centro Democrático y a Vargas Lleras, tuvo que ser capturado por la propia Fiscalía por una investigación que la DEA tenía en contra de él.

Yo diría que las razones por las cuales los colombianos no celebramos con júbilo la dejación de las armas de las Farc tienen que ver más con la guerra que acabamos de dejar, que con la pelea entre Uribe-Santos. Una sociedad que ha vivido 53 años de guerra es una sociedad casi narcotizada, adicta a la violencia y salir de ese círculo vicioso no va a ser un proceso fácil.

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Hannah Arendt dice que uno de los peores efectos de la guerra es que degrada no solo al victimario, sino a toda la sociedad porque acaba con la condición humana. Es decir, la guerra convierte a los ciudadanos en unos pequeños monstruos y a la sociedad en un universo deshumanizado, donde matar se vuelve un oficio tan necesario como la dosis mínima de odio y de sangre que hay que inyectarle a la gente para que pueda seguir malviviendo.

A los colombianos nos pasó todo eso y más. Nos deshumanizamos como personas y como sociedad hasta el punto de que se nos volvió normal lo anormal; la guerra contra las Farc, guerrilla que empezó a secuestrar, a extorsionar y a hacer tomas de poblaciones con columnas de 1.000 hombres, justificó la creación del monstruo del paramilitarismo que a su vez terminó haciendo una contrarreforma agraria, a través de masacres y del expolio de miles de campesinos.

Mientras en Centroamérica se disolvían las guerrillas y en otros países del orbe exguerrilleros eran elegidos por el voto popular, en Colombia el narcotráfico, que siempre ha servido para avivar nuestras contradicciones, servía de combustible para mantenernos en el pasado y avivar una guerra contra el comunismo que el mundo ya había desactivado.

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La política colombiana también estuvo marcada por la guerra contra las Farc. Fenómenos como el de Álvaro Uribe, representante de esas elites regionales que se vieron afectadas duramente por las acciones de esta guerrilla, fueron producto de esta guerra que hoy termina. Sin las Farc, Uribe no hubiera sido posible. Sin duda, el primer efecto que se desprende del hecho de que las Farc dejen las armas y se conviertan en un partido político es el declive del uribismo.

Pero, además, el desarme de las Farc, luego de 53 años de guerra, nos saca de nuestra tradicional zona de confort en la que nos acostumbramos a justificar la monstruosidad sin mayores reatos morales, y nos traslada de manera abrupta a un universo nuevo, desconocido por los colombianos. De ahora en adelante, vamos a tener que empezar a transitar por un camino en el que se nos va a exigir que recuperemos la razón y la cordura. Esa es la única vía como podemos recomponer nuestra horadada condición humana.

Recuperar la cordura y la razón no va a ser fácil, pero es el gran desafío que nos deja este posconflicto. Tampoco va a ser fácil lograr que se lleven a cabo las reformas al agro, porque hay unas elites regionales muy poderosas que no quieren mayores cambios. Y tampoco va a ser fácil como sociedad acostumbrarnos a ver a las Farc haciendo política. Las Farc van a tener que vencer el temor y el odio que todavía generan en muchas partes de la sociedad colombiana, y el país que todavía los rechaza va a tener que aceptarlos como nuevos actores políticos. Nuestra democracia de postín tendrá que volver a ser puesta a prueba: su gran desafío es el de fortalecer el Estado en esas regiones que hoy están liberándose del yugo de las Farc, para que florezca la institucionalidad y se le cierre la puerta a los actores ilegales.

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Por último, queda la gran paradoja de Juan Manuel Santos: un presidente que pasará a la historia por haber logrado sacar al país de este círculo vicioso de la guerra, pero que perdió su pelea en las encuestas. Con todos esos problemas, este fin de la guerra con las Farc nos llegó. Y ahora nos toca a todos los colombianos ver cómo sembramos la paz.

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