OPINIÓN
Redes mafiosas en el Valle de Aburrá
La guerra en las calles de Medellín busca monopolizar las redes mafiosas que hoy carecen de un a figura de poder que las cohesione.
Se equivocan quienes creen que con imponer toques de queda barriales en determinadas comunas de Medellín van a erradicar el problema de la violencia que se ha agudizado este año no sólo en la capital antioqueña, sino en algunos municipios del Valle del Aburrá. Es un mecanismo superficial y en extremo focalizado que sólo contribuye a estigmatizar algunos barrios y a sus pobladores, pero que no enfrenta el foco del problema: las redes mafiosas.
Poco ganan las autoridades de una ciudad enviando a los menores de edad a sus casas a las seis de la tarde, cuando las operaciones financieras de la criminalidad continúan sin ningún obstáculo. Entender de esa manera la violencia y profundizar en sus características permite entender por qué la criminalidad en algunos municipios del Valle de Aburrá se ha disparado en los últimos meses. El asunto va más allá de simples disputas por apropiarse de una o dos plazas de venta de estupefacientes enclavadas en zonas rentables.
La guerra que se libra en las calles de Medellín, Bello, Itagüí, Envigado y Sabaneta, entre otros municipios del Valle de Aburrá, tiene un objetivo concreto: alcanzar el monopolio de esas redes mafiosas, que están incrustadas en diversas actividades económicas de la región, tanto legales como ilegales, y que hoy carecen de una figura de poder que las cohesione plenamente.
El confeso narcotraficante y ex jefe paramilitar Diego Murillo, alias Don Berna, ostentó por varios años ese monopolio a través de las estructuras en red integradas por desmovilizados de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc), delincuencia organizada y sectores estatales y empresariales. Pero desde su traslado a la cárcel de Cómbita, en Boyacá, en agosto de 2007, y su posterior extradición a Estados Unidos, en mayo de 2008, el Valle de Aburrá está sumido en una lucha de reconfiguración de poderes en la que predominan rupturas violentas y alianzas secretas entre sectores legales e ilegales que deja decenas de muertos.
Organizaciones como la llamada Oficina de Envigado, estructuras de origen paramilitar como la conformada por Diego Rendón Herrera, alias don Mario, grupos narcotraficantes como Los Rastrojos e históricas bandas de Bello, Itagüí y Medellín, buscan hacerse al dominio territorial de la manera que lo logró Don Berna, a sangre y fuego. Pero hasta el momento nadie tiene el monopolio, ni siquiera el Estado, que ha venido cediendo terreno en amplios sectores urbanos.
La violencia surge del esfuerzo por alcanzar el monopolio de la criminalidad, que obliga a las estructuras armadas ilegales a centrarse en cuatro tareas básicas: la demarcación de territorios utilizando para ello a las bandas locales, nutridas por jóvenes dispuestos a defenderlos hasta la muerte; la oferta de seguridad a sectores vulnerables de la población, en especial, comerciantes, transportadores, y vendedores de alcaloides; la apropiación de recursos no sólo para sostener el aparato militar, sino para propiciar su crecimiento; y la constitución de alianzas con sectores estatales que garanticen los respaldos necesarios para actuar sin ser perseguidos.
El cumplimiento de esas tareas propicia tanto el homicidio de un empresario que decidió cambiar de bando y financiar a otros; el de un joven estudiante que se niega a vincularse a una de las bandas de su barrio; el de un líder comunitario que constantemente denuncia el asedio de hombres armados en sus calles; el de un tendero de barrio que se quejó por el pago de las llamadas “vacunas”; o el de un ciudadano que no alcanzó a recoger unos pocos pesos para pagar la cuota del llamado “pagadiario”. Esos crímenes, que este año ya pasan de mil personas asesinadas este año, superando la totalidad de los ocurridos en el 2008, es sólo una expresión más violencia, pero no la única.
Quienes han estudiado el tema de las redes mafiosas han concluido que este tipo de estructuras tienen entre sus objetivos la penetración de negocios legítimos, a través de los cuales legalizan sus excedentes económicos logrados no sólo con el narcotráfico, sino en un conjunto de actividades ilícitas como el robo de carros, la compraventa de armas, el contrabando de textiles, electrodomésticos, joyas y perfumes, la explotación de casas de juego y de prostitución, y el blanqueo de divisas a través de refinadas operaciones financieras. Pero todo no es posible sin la asistencia legal, económica, de seguridad y hasta política de otros sectores de la sociedad, tanto del ámbito público como privado.
Es a ese entramado al que le debe apuntar cualquier política pública de seguridad no sólo en Medellín sino en el resto del departamento y del país. Pero el tema no parece interesarle a nadie; ni a los sectores sociales que, en el pasado estudiaron el tema de la violencia, y ahora no reaccionan académicamente, ni al propio Estado, que se ha empeñado en simplificar el problema.
Por eso insisto que frente al poder que tienen esas redes mafiosas, un simpe toque de queda barrial se convierte en una acción pueril. Tantos años de guerra urbana, tanta violencia en esta región del país por más de 20 años, y nadie, ni el sector gubernamental ni el no gubernamental y privado, parece que aprendió de las duras experiencias del pasado. Se están aplicando medidas tan superfluas e ingenuas que parecen pensadas por personas que tan sólo llevan unos pocos minutos en la ciudad y desconocen su historia.
* Juan Diego Restrepo es periodista y docente universitario