OPINIÓN
El juego de los derechos y las redes sociales: la excepcionalidad de la violencia sexual
Las redes sociales se parecen a los medios de comunicación en su capacidad de divulgación y en sus posibilidades de moldear la opinión.
Hemos construido nuestra mirada de la libertad de expresión sobre la base de que los principales actores en este campo son los medios de comunicación. A ellos se les han atribuido responsabilidades especiales en el manejo de la información y en la representación adecuada de los diferentes grupos sociales, reconociendo su poder para moldear la opinión por sus capacidades de difusión de información. Así, se les ha exigido especialmente responder por los errores en la información que difunden y se les ha criticado por reproducir estereotipos en sus narraciones sobre la realidad. En particular, se les ha exigido verificar la información que publican y rectificar los errores en los que incurran.
Las redes sociales se parecen a los medios de comunicación en su capacidad de divulgación y en sus posibilidades de moldear la opinión. Shakira, por ejemplo, que según algunos es la youtuber colombiana con más seguidores, reporta más de 23 millones de seguidores. El Tiempo, que según algunos estudios es el periódico más leído, no llegaba al millón de lectores en 2015. Más aún, dado que las redes pueden llegar a un público más “compacto” pueden moverlo a la acción más rápidamente, como lo han mostrado fenómenos como la elección de Donald Trump y hasta el fracaso del plebiscito colombiano sobre los acuerdos de paz. Teniendo en cuenta estos elementos, la Corte Constitucional ha señalado que algunas de las obligaciones que en el pasado se les endilgaban a los medios de comunicación, son exigibles también a quienes usan las redes sociales: deben hacer esfuerzos diligentes por verificar la información, abstenerse de usar lenguaje soez e irrespetuoso, y rectificar la información errada que se haya divulgado (Sentencia T-117 de 2018).
Me parece, sin embargo, que es clave distinguir en este debate el uso que las víctimas de violencia sexual vienen haciendo de las redes sociales para romper el silencio que les había impuesto el sistema judicial y el orden cultural. En sus páginas de Facebook, en grupos como “Confesiones Universitarias”, en Twitter, muchas jóvenes han venido contado sus historias de violencia sexual, unas veces diciendo el nombre de su agresor y otras manteniéndolo en silencio. Muchas personas, hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, han decidido reenviar o comentar estos relatos y han marcado tendencia con #MeToo y #Yotambién. Aunque como individuos pocas de estas personas son tan poderosas como un medio de comunicación, a través de las réplicas el mensaje llega a audiencias más amplias.
Surgen muchas dudas pregunta en este escenario con relación a si los deberes que tienen los periodistas son deberes que pueden exigirse de quienes reenvían o apoyan el relato de alguien sobre un caso de violencia sexual: ¿se vulnera el derecho al buen nombre de quien es mencionado con nombre propio en el relato de una víctima? ¿Deberíamos como lectores de estos relatos “verificar con otras fuentes” lo que está diciendo antes de reenviar el mensaje o abstenernos de reenviar aquellos que tienen un nombre propio? ¿Son estos relatos opinión o pueden leerse como teniendo la pretensión de transmitir información?
Propongo que para responder a estas preguntas es particularmente importante el contexto y dentro del contexto cuál es el poder relativo de las partes. Lo que han mostrado las víctimas de violencia sexual que están contando sus historias es que desconfían de las autoridades, sienten frustración por la poca atención que sus casos han recibido de parte de las autoridades judiciales, sienten culpa por la desconfianza que todos expresan frente a los motivos que inspiraron la denuncia, y que reciben pocas respuestas frente a sus reclamos de justicia. De lo que se trataba #MeToo era precisamente de mostrar que el contexto de la violencia sexual es uno en el que muchas mujeres “saben” que algo pasó y las personas a cargo de hacer algo, generalmente los hombres -ya sean fiscales, jueces, directivas universitarias, jefes-, no creyeron y no hicieron lo que se suponía, y esperaba, que hicieran.
La apuesta era que la repetición del relato, el detalle sobre la situación, el énfasis en el sentimiento y la emoción más que en la calificación “jurídica”, darían credibilidad a esas voces. Estos relatos se expresan en términos tan íntimos y personales que es difícil llamarlos “información”; son el típico caso de dos personas que están solas en un lugar alejado de la mirada pública. No hay otras fuentes. No hay verificación posible salvo con el agresor. “Una mujer joven termina su jornada laboral, llega a su hotel, se baña y se arregla para salir a cenar con una pareja de amigos. Alguien golpea en su habitación. Ella mira por el rabillo de la puerta, es su jefe. Abre, “Él” la empuja. Con el dedo índice derecho le ordena que haga silencio. Le hace preguntas rápidas mientras la lleva hacia la cama. Ella, que siempre tiene fuerza, la pierde, aprieta los dientes y le dice que va a gritar.
“Él” le responde que sabe que no lo hará. La viola.” (Relato de Claudia Morales en El Espectador) ¿Son opinión? Pienso que aquí hay un reclamo de verdad que no debería ser trivializado. Es de esa verdad de la que se trata. La confirmación está en que ha pasado tantas veces, así cambien las víctimas y hasta los agresores. Los motivos de quienes escriben los relatos y quienes los reproducen son bastante transparentes: presionar a las autoridades, buscar sanciones sociales cuando las jurídicas son imposibles, insistir en cambiar las instituciones para que esto no siga ocurriendo. Harían un muy flaco favor a la democracia, opino, jueces recelosos que decidieran que usar las redes sociales de esta manera es lo mismo que usarlas para humillar y aislar a una persona por su apariencia física, o usarlas para denigrar y derrotar a un oponente en una contienda política.
*Profesora Titular, Universidad de los Andes, coordinadora Red ALAS