Opinión
Reglas de urbanidad
Quizá haya que recordar que practicarlas es una virtud…
Me pasa lo mismo que a ciertos insectos, a los que la luz atrae; o a las moscas, que mueren obsesionadas por la miel: siento una suerte de fascinación por los trinos de nuestro presidente, el medio que utiliza para gobernar y, en general, relacionarse con el mundo entero por cuyos intereses ha decidido velar.
Como nada es más práctico que una buena teoría, tomemos nota de que si bien por naturaleza somos libres -y, por tanto, responsables-, esa autonomía esencial está restringida por nuestra condición de seres sociales. Dejemos de lado las restricciones económicas, cuya constatación da lugar a políticas sociales para mitigarlas. Hablemos de restricciones normativas, o sea, de reglas que nos indican de qué manera debemos comportarnos.
Las normas de mayor trascendencia son las éticas; ellas prescriben patrones de conducta sobre la base de que acatarlas es obligatorio. Sin embargo, como somos legisladores y jueces de nuestra propia conducta moral, en este ámbito cada quien afronta en su fuero interno sus eventuales faltas (“Él ángel de la guarda”, el gusanillo de la conciencia, el insomnio…).
En el extremo opuesto se ubican las reglas jurídicas; su obligatoriedad proviene de la autoridad del Estado y de ella, también, la imposición de las sanciones que su infracción acarrea. Sin embargo, el acatamiento del Derecho suele ser voluntario. El sistema juridico no podría subsistir si la infracción fuera generalizada. Si nadie respetara las reglas de tránsito, el caos sería absoluto.
Existe una categoría normativa intermedia que, desde el punto de vista social, es de enorme importancia. Los usos sociales, las buenas costumbres, las reglas de urbanidad, expresiones todas estas equivalentes. A través suyo se regula una porción significativa de la vida comunitaria y se genera cohesión social.
Esas normas no son impuestas por nadie; su transgresión tampoco es materia de sanciones concretas, sino de reproches, de naturaleza indeterminada, por los integrantes de la comunidad. Las modalidades e intensidad de la reacción social ante la violación de normas de urbanidad, o de reglas jurídicas que de ordinario se cumplen de manera espontánea, difiere en función de la cultura ciudadana. Las diferencias en el comportamiento entre los usuarios del transporte colectivo en Medellín y Bogotá son abrumadoras.
El repertorio de usos sociales es enorme. Saludar ofreciendo la mano abierta sirve para señalar que no se porta un arma. Añadir abrazos, besos o venias son formalidades que difieren en las distintas culturas y estratos sociales. En los protocolos de mesa y vestuario abundan las diferencias.
Por el contrario, existen otras reglas de buen comportamiento bastante homogéneas. Ser cumplido en las citas, sentarse en eventos públicos con la espalda erguida, mirar los ojos del interlocutor, cuidar la corrección del lenguaje, son reglas que gozan de acatamiento universal.
Hasta aquí me he referido al ámbito de las relaciones privadas. La urbanidad adquiere dimensiones de alta formalidad y rigidez en el terreno de lo publico, más en las relaciones internacionales. En estos campos tienen importancia suma los protocolos y el conjunto de prácticas, construidas a lo largo de siglos, que denominamos diplomacia.
Cuando el presidente de un país cualquiera invita a una cena a la cúpula judicial, no actúa a titulo personal, lo hace en ejercicio del cargo. No convida a su casa, sino a la sede del gobierno. Usa fondos públicos y no los suyos. Y sus convocados no lo son porque le simpatizan, sino en función de las investiduras que ostentan. Si el evento sale mal, puede que se afecte la fluidez de las relaciones entre diferentes esferas del Estado.
Consciente del peso de su investidura, ese gobernante hipotético no dejaría de asistir, sin que medien factores avasallantes, a las ceremonias de ascenso de militares y policías, por ejemplo, consciente del valor que esos eventos tienen para ellos y sus familias. Esos funcionarios se juegan la vida por nosotros. La pierden con cierta frecuencia, no sobra recordarlo.
Los estados se relacionan desde tiempos inmemoriales con la comunidad internacional a través de burocracias especializadas, las que, entre otras cosas, se ocupan de intercambiar mensajes sobre asuntos importantes que, por la razón que fuere, deben ser confidenciales. Como se parte del supuesto de que las relaciones exteriores ocurren entre iguales -una ficción cómoda e indispensable- pretermitir los “conductos regulares”, sustituyéndolos por trinos, se considera una falta de cortesía.
¿A cuenta de qué esta perorata? A que nuestro presidente ha dicho: “A mí no me importan mucho algunas formas, me importan más los contenidos. Formas sin contenidos solo son formas de vacíos, de mentiras”.
Es una trivialidad afirmar que, de ordinario, los contenidos son más importantes que las formalidades. Una amistad sincera es mejor que una fingida. Es difícil, sin embargo, que la amistad se conserve sin las expresiones corteses que suelen acompañarla. Incluso simular una amistad, o hacerla parecer mayor de lo que es, favorece la convivencia social, así sean “formas sin contenido”.
No obstante, transferida esa teoría a los espacios en los que Petro se relaciona, no como Petro, sino como Jefe del Estado, su afirmación sobre la precedencia del contenido sobre la forma es muy perturbadora.
El gobierno del Perú, y sectores importantes de la sociedad chilena, han manifestado su repudio a las agresivas actuaciones de nuestro gobierno. El daño que hemos inflingido en la “Alianza del Pacifico”, un promisorio esquema de integración económica, puede ser irreversible.
Toda sociedad tiene figuras emblemáticas, personas cuya conducta aporta modelos para vastos contingentes de la población. Nuestro presidente pertenece a esa categoría. Como seguramente es consciente de su obligación de dar buen ejemplo, no le molestarán estos discretos comentarios.
Briznas poéticas. Escribe Darío Jaramillo: “La vida está hecha de amores imposibles, / de ilusiones encontradas que ayudan a curar / las ilusiones perdidas. / En un hotel de una ciudad desconocida / un aroma te rescata, / amor imposible de otro hotel remoto / y me acompaña aquí y ahora, / amor imposible convertido en perfume”.