Opinión
Repensemos a Colombia
Es innegable que, en el origen de la Colombia moderna, referida a la Colombia que se ganó la Independencia, subyacían actitudes contrapuestas entre quienes siguieron entendiendo el país como un lugar de amos y esclavos.
Repensar a Colombia para intentar dar soluciones a los problemas más enraizados que tiene su sociedad, supone un ejercicio de reflexión individual, seria y sincera de parte de cada uno de nosotros y tratar con ello de generar una conciencia colectiva que permita poner en marcha los cambios profundos que nuestro país necesita con urgencia.
Es innegable que, en el origen de la Colombia moderna, referida a la Colombia que se ganó la Independencia, subyacían actitudes contrapuestas entre quienes siguieron entendiendo el país como un lugar de amos y esclavos, frente a quienes lo entendían como un país prometedor, más igualitario y con un futuro ajeno a ese concepto medieval que, en ciertos sectores, aún permanece.
A lo largo de la historia de la humanidad, se puede comprobar sin mucho análisis que los modos de producción han sido fundamentales en los cambios sociales, siendo la primera Revolución Industrial la que determina muy radicalmente esos cambios en los que la necesidad de mano de obra cualificada y la atención a las cadenas de producción requirió incluso la incorporación de la mujer de manera paulatina y sostenida al mercado de trabajo asalariado.
En definitiva, la relación capital-trabajo supuso una verdadera revolución social en la que el género humano fue ganando cuotas de libertad individual y colectiva nunca vistas.
Tendencias
Colombia, obviamente, no es ajena a esos cambios, pero ciertos sectores, encastillados en una mentalidad más propia del siglo XIX, aún no son conscientes o, siéndolo, siguen negando la evidencia de los retos que el siglo XXI requiere.
Quienes en nuestro país siguen con esa mentalidad que se acerca a la idea de amos/esclavos, deberían repensar lo inútil de ese inservible binomio para alcanzar un estado de bienestar decente o digno para todos.
Con ello no me refiero únicamente a quienes se sienten amos, sino también a quienes se sienten esclavos. Unos y otros habrán de dar un paso al frente para abordar la realidad de un problema que aqueja a Colombia en lo más profundo de sus entrañas. Deberán afrontar un proceso de escucha y diálogo mutuos, sin el cual ni la evolución ni los cambios serán posibles.
Pero repensar a Colombia no se circunscribe solamente a las consecuencias de ese perverso binomio; requiere que cada cual sea consciente de todo aquello que desemboca en la tremenda desigualdad que nuestra nación padece y cuáles podrían ser las reformas, incluso el cambio de actitud que tanto los ciudadanos como las instituciones deben acometer para instalar a Colombia en el tiempo actual que le corresponde vivir y definitivamente ajena a esas mentalidades arcaicas que no se merece.
La valentía de repensar a Colombia supone que, en ese ejercicio serio y responsable, debemos alejarnos de la tentación de cargar la responsabilidad de los cambios en las instituciones del Estado o en los partidos políticos o en la patronal o en los sindicatos, etc. Sería una reflexión en falso: el cambio en Colombia, el verdadero cambio, sólo vendrá si la sociedad está convencida de ponerlo en marcha. Toda la sociedad, personal y colectivamente.
Ciertamente, en este asunto crucial, es de vital importancia que, desde el presidente de la República, si es consciente de esa necesidad de cambio y la asume, partan iniciativas que lo pongan en marcha. Iniciativas que deben llegar a los ciudadanos a través de una propuesta de escucha y diálogo, sin restricciones ni descalificaciones, y con una mentalidad clara de unir en la diferencia. Un proceso de escucha y una clara vocación de diálogo con la ciudadanía, con los distintos poderes e instituciones, públicas del Estado y de sectores privados, a las que también es exigible la reflexión valiente y sincera de repensar a Colombia al margen de idearios e ideologías. También, y tal vez en primer lugar, con aquellos sectores que aún ven a nuestro país bajo ese binomio inútil, nocivo, obsoleto, al que al principio me referí.
La polarización política y social que estamos viviendo en Colombia (también en el mundo en general), la cual está acompañada de odios, envidias, descalificaciones, corrupción y violencia, desigualdades sociales, contaminación ambiental e insolidaridad social, no parecen ser el escenario ideal de lo que esta columna pretende proponer, pero es necesario que todas las personas que actualmente vivimos en nuestro país, así como nuestros compatriotas en el extranjero, repensemos el presente y el futuro democrático de Colombia.
Quisiera recalcar que, por el bien de Colombia, la única persona que está en capacidad institucional de convocar a ese proceso de escucha mutua y multilateral y a ese diálogo nacional, y sobre todo de darle continuidad a lo que allí se trate, es el presidente de la República que por mandato constitucional tiene el deber democrático de simbolizar la unidad y la reconciliación que tanto estamos necesitando.
De mi parte, y reiterando como demócrata mi rechazo a cualquier intento de golpe contra el presidente Petro, me permito dar personalmente un paso al frente y ofrecerme como voluntario para que hagamos realidad la posibilidad de dicho diálogo nacional, en que primero sea la gente y su derecho a tener una Colombia sin corrupción, sin violencia, sin discriminaciones, en paz y reconciliada.