OPINIÓN
Rito y muerte
En estos tiempos de ataúdes que a todos nos tiene atrapados, sería interesante que la Iglesia católica replanteara la forma como habla a ver si conecta mejor con la gente.
Es muy rara esta muerte a distancia y desinfectada. Ahora que la muerte está más presente, hay menos gente que la acompaña. El ritual de paso, ahora obligadamente digital, pierde terrenidad, se vuelve video, un live o el en vivo de un ser querido ahí muerto. Las paradojas del idioma y la tecnología. Como muchas personas, he ido o asistido a varios entierros en esta época de aislamiento. Ya no tengo claro si aísla más este esquema de pocos deudos acompañando, de apenas la familia más próxima, de solo los amigos más cercanos, o si precisamente con menos concurrencia y gente hablando afuera de la iglesia mientras le riegan agua al féretro, o conocidos que se sienten medio obligados a llenar sillas y soltar las sentidas condolencias, lo que sucede es que la vida de ese ser querido se contiene precisamente en el círculo donde realmente estuvo presente.
Esta pandemia, en medio de las demás muertes que también siguen sucediendo, entre los muchos ritos que ha cambiado está el de la muerte, el último y más íntimo de cualquier persona. El aislamiento nos aleja de la muerte, las noticias de los que se fueron parecen viajar más lentas, suenan distantes, como que no conectan.
Dicen los expertos, además, que el duelo se extiende, que la virtualidad de la muerte, a pesar del live, no ayuda a que la gente haga el cierre, procese la ausencia. Siempre, cuando un ser querido muere, flota esa sensación de que en cualquier momento va a entrar por la puerta, que esa llamada tiene su voz al otro lado, una certeza de presencia a pesar de la ausencia definitiva.
La muerte a distancia es tan rara como esta vida a distancia que llevamos. Y, en ese tránsito, los sacerdotes no parecen ayudar mucho. Desde la ventana de Facebook, sus palabras adquieren otra dimensión, tal vez sin las distracciones de un funeral presencial y con la cámara puesta frente a ellos, no queda más sino poner atención. Por eso me ha impactado más el sartal de lugares comunes que repiten, esas frases de cajón –literalmente- como que la persona tenía unas cualidades maravillosas, buena madre, regia esposa, mujer bondadosa; un hombre de su familia, trabajador, alegre… En fin, lugares comunes porque es tan poco lo que conocen al muerto de turno que tienen que llevar su nombre escrito en un papelito arrancado de cualquier cuaderno.
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Un ejemplo de la vida real: una mujer joven muere y su madre, de 98 años, la acompaña en la iglesia, junto con los miembros más cercanos de la familia. El sacerdote saluda y le dice a esta mujer, que llora apoyada sobre su bastón, que es una felicidad que esté allí presente para despedir a su hija. ¿De verdad? ¿Eso es compasión? Y más adelante hace un par de chiste flojos y trata de entonar un padre nuestro que no le sale. Remata ofreciendo, en divino marketing, el novenario y demás servicios, “porque estamos a la orden”. Revisé el pensum de los seminaristas, que incluye clases de ortografía, técnicas de comunicación social, incluido el entrenamiento de la voz para no desafinar y menos si es música sacra, y cultura física, es decir, hacer ejercicio para espantar demonios, mantenerse sanos y fuertes para la labor que hacen en diferentes lugares y bajo distintas condiciones.
Pero el detalle de qué decir, cómo pensar las palabras o la reflexión que quieren dejar, de eso no vi nada. Ya me sé el alegato de que, así como hay sacerdotes buenos y malos (la cosa es que solo deberían ser buenos…), en otras profesiones sucede lo mismo. Pero, y esta es la diferencia, yo no espero que un ingeniero, arquitecto, una bióloga o matemática den un sermón de despedida, acompañen el rito de paso. Los sacerdotes, en cambio, tienen que hablar, deben echar el cuento. Viven de hacerlo. Su labor es llevar la palabra de dios. Aunque son muchos menos los contemplativos o de clausura, a veces los curas del diario vivir parecen más desconectados del mundo real.
Yo no sé si hay cursillos que les dicten para que no invente más de lo necesario. Es decir, mejor que hablen de temas de la Biblia que sirvan para que la gente reflexione ahí, un ratico; sin regaños, sin falsas virtudes de gente que no conocen. Una lectura preparada para todo el día, para todos los muertos de la jornada; bien pensada. No es más. En estos tiempos de ataúdes que a todos nos tiene atrapados, sería interesante que la Iglesia católica replanteara la forma como habla, entrenar a sus voceros no para entonaciones de canciones peregrinas, no para perpetuar las mañas de voz de catatumba, sino para que hablando conecten con la gente común y corriente, la que ha sufrido pérdidas en silencio, a pesar del ruido de las redes sociales, la que no pudo tomar de la mano a su mamá, a su hermano, a su amor. La que no recibe el abrazo ni lo pude dar.