Opinión
Sabores y sinsabores del primer mes de Petro
Este primer mes nos deja confusión en la relación con nuestro principal aliado político y comercial, al menos hasta ahora.
Evaluar los primeros 30 días de Gustavo Petro en el poder resulta atractivo, pero irresponsable porque ningún gobierno en un mes logra resultados. Y más cuando se trata de observar al primer gobierno de izquierda en Colombia desde nuestra Constitución del 91, porque 30 días son -a todas luces- insuficientes para un gobierno que prometió un cambio radical.
Pero este primer mes se va dejando indicios, tendencias incipientes y sensaciones que el mismo Petro no debería ignorar si quiere que su proyecto político triunfe.
Comencemos por lo político, que es el terreno fuerte de Petro. El nuevo mandatario ha demostrado, al corte de hoy, que es un presidente-caudillo. Lo vemos en su enorme capacidad para hacer anuncios, todos los días, que sacuden los sistemas establecidos.
Es el rey del anuncio político, no solamente por todo lo que proclama como nuevas medidas o políticas a diario, sino por el lenguaje desafiante y el estilo unilateral.
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Sus anuncios de negociar con todos los grupos ilegales, de retirar a los patrulleros de las zonas en conflicto o de paralizar la extradición de narcotraficantes, entre muchos otros, revelan más una impronta de presidente-caudillo que de jefe de Estado, porque el primero tiende a hacer promesas sin rigurosidad técnica y sin consensos, y el segundo está llamado a hacer anuncios viables y socializados.
Ese caudillismo se ha traducido, en estas primeras semanas, en un claro activismo regulatorio de casi todos los ministros y varios superintendentes. Tiende a prevalecer un discurso protestante, agitador y provocador en quienes se estrenaron como ministros. Preocupa el impacto venidero sobre la institucionalidad y la legalidad si esa actitud se mantiene.
El Petro político en estas primeras cuatro semanas ha tenido la capacidad de introducirnos a una nueva visión de Estado, gústenos o no: nos ha dejado ver que nuestro Estado no está cumpliendo sus obligaciones con los más vulnerables.
Todos los sectores políticos, económicos y sociales se han sentido sacudidos en estos primeros días por cuenta de la capacidad política de Petro de convertir a los más pobres en el centro de la discusión de las políticas públicas. Y Colombia necesita esta reflexión, que ojalá permanezca para siempre, si aspira a ser un Estado viable y sostenible.
Sin embargo, pareciera que Petro nos está llevando a aceptar una dicotomía que en ningún país ha generado prosperidad: equidad versus competitividad.
Por ejemplo, nadie duda de la batalla por la equidad que el proyecto de reforma tributaria del Gobierno encarna, pero también es verdad que estamos ante una propuesta que amenaza la sostenibilidad de los capitales nacionales y extranjeros en el mercado colombiano.
Ha hecho bien el presidente en negar que quiera conducir a Colombia hacia el socialismo aduciendo que está comprometido con la generación de riqueza mediante un campo más productivo (reforma agraria) y una economía industrializada.
Pero lo que resulta contradictorio es que los impuestos y las restricciones al capital se concretarían en el cortísimo plazo, mientras que las nuevas políticas de generación de riqueza son aún muy inciertas y sus resultados de largo plazo. Petro nos deja así con la sensación de que estamos ahora ante un Estado que quiere tomar el timón de la producción, desplazando al sector privado, sin incentivos claros para que este mantenga su compromiso inversionista.
El principal concepto que Petro ha logrado instalar en este primer mes para llevar al Estado hacia un nuevo destino de bienestar es “la paz total”. Quizás es el mayor legado político de su estreno como mandatario.
Concepto que podría inspirar a la nación para combatir como un solo cuerpo lo que más nos aflige e inviabiliza, el conflicto. Pero también podría profundizar temores con ocasión de su implementación.
Petro está fundando la paz total sobre cuatro columnas: las negociaciones con los grupos ilegales, la estrategia contra el narcotráfico, la reforma a las fuerzas armadas y las nuevas facultades administrativas para los gobiernos en los territorios. Y todas comparten la misma preocupación de importantes actores del sistema: el debilitamiento de la seguridad, tanto nacional, como ciudadana.
Esa importante preocupación nace de la sensación de la eventual disposición del Gobierno de sacrificar justicia y condiciones de seguridad, ya ganadas, con tal de sentar a los grupos ilegales a negociar, sin ninguna garantía de resultados que beneficien a las mayorías.
El Petro de este primer mes también nos ha dado pistas importantes sobre su visión de la relación que quiere para Colombia con Latinoamérica y con el mundo. Ha avanzado en muy poco tiempo en reactivar las relaciones con Venezuela, gracias a la evidente empatía entre los dos equipos de gobierno.
Hasta ahora nuestro presidente ha sido prudente en la manifestación de su cercanía individual con Maduro, pero ha tenido gestos y hechos de claro beneficio para el régimen venezolano: el restablecimiento de las relaciones diplomáticas, la apertura de la frontera, la expresión de la voluntad política para reactivar la relación comercial bilateral y la devolución de la empresa Monómeros, entre otros.
Pocos pueden negar los beneficios económicos que la reactivación de la relación con nuestro controversial vecino podría traer, pero no son claras las líneas rojas que Petro trazará para que no se nos peguen los carmas y las malas mañas de Venezuela como lo son su complicidad con la guerrilla y con el narcotráfico, su polémico apoyo a estados antidemocráticos como Nicaragua, Rusia e Irán, y su evidente corrupción estatal.
Este primer mes nos deja confusión en la relación con nuestro principal aliado político y comercial, al menos hasta ahora.
El nombramiento de Luis Guillermo Murillo como embajador en Washington es, sin duda, un gran acierto para mitigar las preocupaciones del gobierno de Biden y de los inversionistas que temían tener que lidiar con algún radical de la izquierda colombiana.
Sin embargo, el paquete de anuncios que configuran lo que sería la política antidrogas de Petro más la promesa, aún no desarrollada, de renegociar el Tratado de Libre Comercio (TLC) no han permitido al Gobierno norteamericano fijar una posición clara de largo plazo frente a Petro.
Ese Gobierno podría estar aún analizando las implicaciones de los cambios al tratado de extradición, la eliminación de la erradicación manual de coca y el interés del nuevo gobierno colombiano de legalizar algunas drogas, que -en conjunto- son medidas que enturbian la relación con el principal contribuyente económico internacional de Colombia para combatir el narcotráfico.
Parece que ha pasado más tiempo por la gran actividad política del Gobierno en tan solo 30 días. Esperemos con paciencia patriótica un poco más, para ver cómo, cuándo y dónde se cristaliza la nueva visión que nos gobierna. Por ahora, ¡mucha política y pocas nueces!