OPINIÓN
La marioneta banal
Santrich le mintió al país, a la justicia, a las víctimas, y traicionó a los excombatientes sin ningún sentimiento de culpa.
La banalidad del mal es un concepto acuñado por Hannah Arendt en su famoso libro Eichmann en Jerusalén, en el que destripa la condición humana de este criminal nazi luego de que se llevó a cabo su juicio en Israel.
Arendt llegó a la conclusión de que Eichmann no era un genio del mal ni un psicópata, sino un hombre normal, acaso un burócrata ambicioso que se sometió al sistema imperante porque creía en sus bondades y terminó cometiendo atrocidades debido a que perdió la capacidad de pensar. “No era estupidez, sino una curiosa y auténtica incapacidad para pensar”, escribe la filósofa judía sobre la personalidad de Eichmann.
El caso de Jesús Santrich, hoy prófugo de la justicia, tiene mucho que ver con ese concepto de la banalidad del mal que acuñó Hannah Arendt. Desde que lo conocí en La Habana, me impresionó su incapacidad por tener una conciencia moral sobre sus acciones, algo que sí les vi a varios de los comandantes guerrilleros que hoy siguen jugados por la paz.
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No tenía mando, pero (también) era un ambicioso burócrata de la guerrilla que sobresalía por su obediencia a los dogmas en los que había sido educado y por su incapacidad para moverse hacia otras esferas en las que tuviera que utilizar su conciencia. Tenía ínfulas de hombre culto, sin embargo, carecía de cualquier sentimiento de culpa; una rara combinación que en realidad lo que demostraba –en palabras de Arendt– “era una verdadera y auténtica incapacidad para pensar”.
Siempre creí que su cercanía con Iván Márquez había sido uno de los peores obstáculos en el proceso de paz de La Habana, y una de las razones para que el acuerdo se hubiera demorado más de la cuenta. A los dos los unía una relación orgánica, en la que Santrich era la marioneta banal de los dogmas inamovibles que Márquez pretendía imponer en la mesa de negociación. La división entre las Farc fue clara desde el inicio: de un lado estaban los comandantes que sí querían firmar el acuerdo –Catatumbo, Lozada, Timochenko, Alape–; y del otro, Márquez y su secretario Jesús Santrich tratando de ponerles palos en la rueda.
Cuando Santrich fue capturado en la operación de entrampamiento hecha por la DEA y pedido en extradición por narcotráfico, muchos salimos a abogar por que tuviera un juicio justo, pese a que varios sabíamos que Santrich había llegado a esta paz a regañadientes. Para ser sincera, no me cuadraba que un hombre tan radical e irreflexivo pudiera ser narcotraficante, pero fui cambiando de opinión cuando se filtró uno de los videos de la DEA en el que se notaba a leguas que algo se traía entre manos. Personalmente le pregunté a Santrich por ese video que lo dejaba tan mal parado: sin parpadear en mi cara, lo destripó con la tesis de que había sido convenientemente editado para mostrarlo como sospechoso; con esa misma vehemencia, nos aseguró a los periodistas que iba a cumplir sus compromisos ante la justicia y que no se iba a fugar.
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Con su cobarde huida, todo lo que se diga de Santrich –y de Iván Márquez– puede ser posible. La banalidad del mal no se refleja solo en la incapacidad de salir del engranaje en el que siempre se ha sobrevivido por el prurito de querer subir en la escala de poder, como le sucedía a Eichmann. También se refleja en la inconsciencia con que se justifica lo injustificable. Santrich le mintió al país, a la justicia, a las víctimas, y traicionó a los excombatientes sin ningún sentimiento de culpa. Hoy ha vuelto a refugiarse en el seno de Iván Márquez para reasumir su papel de marioneta banal, movida por hilos desde arriba.
Santrich le mintió al país, a la justicia, a las víctimas, y traicionó a los excombatientes sin ningún sentimiento de culpa.
Santrich demostró ser un cobarde incapaz de cambiar sus preceptos y de aceptar sus crímenes. No pudo estar a la altura de la mayoría de los excombatientes que le siguen apostando a la paz a pesar de los problemas. Él, a diferencia de ellos, nunca pudo recuperar su capacidad para pensar y terminó convertido en un pelele.
La lección de esta saga protagonizada por Santrich nos enseña algo que parece obvio: que el antídoto para contrarrestar la banalidad del mal está en la capacidad de pensar, de reflexionar y de preguntarnos por las consecuencias morales de nuestras acciones y por los efectos que estas tienen en los demás. Quienes son incapaces de hacerse esas preguntas y responderlas son tan cobardes como Iván Márquez y Jesús Santrich.
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El primero ya se quitó la careta y, desde su zona de confort en Caracas, ha dicho que fue un error haber entregado las armas. Santrich se ha fugado para ir a su encuentro. ¿Podrán revivir las Farc desde Venezuela, donde hay un régimen corrupto y antidemocrático que los necesita para que lo defiendan?... No lo creo.
No obstante, no sobra recordar que los mayores horrores pueden ser causados por personas superficiales, mediocres y en nombre de razones estúpidas. En eso consiste la banalidad del mal.
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