Opinión
“Sargento, no me deje morir”
Los extremistas, anclados en el pasado, buscan enfrentarse con millones de colombianos que no se deben dejar poner ningún letrero de ideología política que no sea la defensa de la sensatez. La lucha cultural apenas comienza y esta debe estar llena de argumentos, en los que primen el respeto, la tolerancia y la paciencia.
Diariamente, Colombia evidencia el debilitamiento del Ejército y de la Policía por cuenta de la política de “paz total” del Gobierno de la “potencia mundial de vida”. La ola de violencia de esta semana en el departamento del Cauca fue la demostración de que tanta alcahuetería con los grupos armados de narcotráfico tienen al Gobierno arrinconado. Aunque el ministro de Defensa, Iván Velásquez, insista en decir que los ataques se deben a que nuestras Fuerzas Armadas van ganando la batalla. Si es así, ¿por qué los audios desgarradores que llegan desde la Colombia profunda solo contienen súplicas de soldados y policías a sus superiores para que no los dejen morir, pero que en realidad dejan morir?
Colombia tiene un presidente que está atascado en alguna década del siglo XX. Quizás entre el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) y la Guerra Fría. La evidencia de ello son las referencias en sus discursos y mensajes en redes sociales, frente al peligro que corre supuestamente Colombia de caer en el nazismo y en las manos de la extrema derecha. Un revuelto histórico y anacrónico que vale la pena ordenar para quienes quieren dar un debate adulto y con argumentos sólidos.
Las ideologías seculares como el socialismo, el capitalismo y el nacionalismo son completamente diferentes. Pero en sus versiones más fanáticas tienen el común denominador de utilizar la manipulación de las masas mediante el miedo para controlarlas. El nazismo y el fascismo son ideologías nacionalistas. La primera se basa en la asunción de superioridad por motivos raciales y por eso asesinaron a seis millones de judíos. Y la segunda, utiliza la descalificación del contrario a través de la discriminación, la exclusión y, por supuesto, la violación de sus derechos humanos.
El presidente Petro, sin entender muy bien el origen de estas ideologías, las mezcla, confunde y, de la manera más antiprogresista, les cuelga un letrero clasificatorio a sus opositores llamándolos, por ejemplo, nazis, cuando esta es una ideología antisemita y la mayoría de los opositores del Gobierno de Petro son pro-Israel. Lo que hace el presidente colombiano es la descalificación de sus contrarios utilizando técnicas de esas ideologías nacionalistas para promover su proyecto político que, por supuesto, tiene el ingrediente del miedo como factor fundamental de cohesión.
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La revolución cubana fue una consecuencia de la Guerra Fría y una vez cayó el Muro de Berlín (1989), la isla quedó sin el apoyo económico de la Unión Soviética. Pero la dictadura de Hugo Chávez, diez años después, alcanzó a darle unos años más de aliento financiero, hasta que la incapacidad económica de estas dictaduras socialistas se hizo evidente a través de la pobreza total de sus respectivos pueblos.
El fracaso del comunismo quedó claro desde la caída del Muro de Berlín. La Unión Soviética perdió la carrera de industrialización frente al desarrollo capitalista de Estados Unidos y para ponerse al día tuvo que dejar a un lado la carrera armamentista para que su gente pudiera comer. Sin embargo, en Latinoamérica no fue posible que los caudillos guerrilleros entendieran que la revolución socialista había fracasado. Pero insistieron y por eso vale la pena preguntarles ¿cuáles son los logros de los que se sienten orgullosas las dictaduras de Venezuela, Cuba y Nicaragua?, ¿de la opresión, hambre y falta de derechos políticos y civiles de más de 50 millones de personas en el continente?
La nacionalización de los recursos llevaron a estos países a la bancarrota. No hay prosperidad, como tampoco hay libertad, ni igualdad. Los Castro son millonarios, como también lo son los hijos de Hugo Chávez, Nicolás Maduro y Daniel Ortega. Pero el resto de la gente está en la miseria total. Por medio del miedo, estos dictadores lograron instaurar sus proyectos personales, vendiendo la idea a sus hambrientas naciones de que ellos son la encarnación de un ser superior y que todo aquel que se atreva a pensar diferente será enjuiciado, torturado, encarcelado y eliminado. Como en la Alemania nazi.
Por eso es clave que la gente en Colombia comprenda que defender los valores democráticos no significa ser nazi, ni fascista. La democracia del siglo XXI que se sigue construyendo después de los horribles sucesos de la Primera y Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Fría y de las dictaduras en el Caribe, tiene valores fundamentales como la alternancia del poder, la existencia de la oposición, la prensa libre, la libertad de opinión, la libertad para el desarrollo personal, la propiedad privada y el mercado libre. Esto acompañado del respeto por los derechos humanos, políticas sociales para erradicar la pobreza y la garantía de acceso a la salud, la educación y a los sistemas financieros. Todo en el marco del Estado social de derecho, la independencia de poderes y la seguridad ciudadana.
Y para garantizar lo anterior, se requieren Fuerzas Armadas y de Policía que, actuando bajo un marco institucional, tengan las herramientas para defender a la población y combatir al crimen organizado. Solo así se puede lograr que los soldados y los policías no mueran suplicando por sus vidas, acribillados por los terroristas que sienten la debilidad de un Gobierno que está dispuesto a dejarlos prevalecer sobre los principios rectores de la Constitución de 1991.
Los extremistas, anclados en el pasado, buscan enfrentarse con millones de colombianos que no se deben dejar poner ningún letrero de ideología política que no sea la defensa de la sensatez. La lucha cultural apenas comienza y esta debe estar llena de argumentos, en los que primen el respeto, la tolerancia y la paciencia. La libertad está en juego y, por miedo, no la podemos perder.