OPINIÓN
Serpiente de mar
Los nuevos casos de violencia policial contra ciudadanos han puesto nuevamente sobre el tapete la necesidad de introducir reformas de fondo a la manera como se garantiza la seguridad y la convivencia ciudadanas.
En Estados Unidos, buena parte de los líderes de las protestas por el homicidio de George Floyd han llegado a proponer que se desfinancie la policía y en algunos casos, como en Minneapolis, desmantelar la actual y refundarla desde cero. El tema es complejo y es probable que no haya una solución única, dado que las fuerzas policiales en Estados Unidos son locales y existen alrededor de dieciocho mil agencias de policía en ese país, desde las federales hasta las policías municipales, de condado e incluso universitarias. Sin embargo, hay iniciativas en el Congreso que buscan establecer unas reglas comunes que rijan a todas las policías en el país. En Francia también se habla de reformar la policía nacional y hacer más estrictos los controles para combatir el racismo, el perfilamiento y el uso excesivo de la fuerza por parte de los oficiales.
En Colombia, el tema se ha convertido en una serpiente de mar, que resurge periódicamente, más o menos cada diez años. Desde 1993, se han conformado tres comisiones especiales para estudiar y proponer reformas a la policía nacional. Todas han surgido a raíz de escándalos por problemas disciplinarios. La mayor parte de las modificaciones propuestas han sido archivadas o desmanteladas al poco tiempo de su implementación.
Las muertes de Dilan Cruz y de Anderson Arboleda, la decisión del patrullero Ángel Zuñiga de no obedecer la orden de desalojar a varias familias en Cali son la mejor evidencia de que el tema de la reforma de nuestra policía debe ser asumido nuevamente. Esa reforma debería hacerse no solo con base a recomendaciones de expertos, sino también con la participación de la ciudadanía y el congreso.
El primer punto que debería tratar una reforma es la dignificación de nuestros agentes de policía. Ese trabajo, arduo y difícil, es poco valorado por muchos y los casos recurrentes del famoso “usted no sabe quien soy yo” o incluso de ataques físicos contra los policías abundan. Para eso, se debe construir una campaña de cultura ciudadana que promueva el respeto por los miembros de la policía.
La reforma debe también necesariamente abordar la formación y calificación de los policías. Se ha avanzado algo desde los años 90, pero se debe ir mucho más allá. Empezando por los procesos de selección para entrar a las escuelas de formación de oficiales y personal ejecutivo, incluyendo su costo. El pensum también debe ser revisado para hacer cada vez más énfasis en la función de mediación y mantenimiento de la convivencia, por encima del ejercicio de la fuerza.
Por supuesto, la realidad compleja de la situación de violencia de Colombia exige la preparación de los policiales para enfrentar temas más propios de la guerra que de la vida ciudadana. Pero eso debería ser reservado a una parte de los policías, especializados en esas peligrosas misiones. Las especialidades dentro de la policía por lo tanto necesitan reforzarse. El mejor ejemplo es la investigación criminal y judicial que debería mejorarse tanto en técnicas como en equipos para contribuir a reducir los índices alarmantes de impunidad en el país. El presupuesto para la ayuda social a los más desfavorecidos debería incrementarse más que el destinado al mantenimiento del orden.
Uno de los temas más urgentes que se han propuesto es el de la redefinición de las tareas que deben cumplir los agentes de policía. Las tareas que asumen se han venido expandiendo en todas partes, en particular en materia de normas del uso del espacio público y el manejo que se da a los habitantes de calle, a los drogadictos y a los vendedores ambulantes. En Colombia, es más necesario que nunca separar la intervención social para ayudar y proteger a las poblaciones más vulnerables, de la acción policiva. Eso evitaría muchas fricciones y tensiones en las calles. Lo anterior es aún más grave en muchas partes de Colombia, donde la única presencia del Estado es la fuerza pública. No podemos seguir respondiendo a los graves problemas de pobreza, falta de servicios básicos y marginalidad del país con la policía o los militares.
El control de manifestaciones y el uso de los grupos de dispersión como el Esmad deben también ser regulados. La policía debe ser protegida de los desmanes y agresiones, pero el uso de la fuerza debe ser mejor controlado y limitado.
Seguramente el tema más álgido es el de la función disciplinaria en el seno de la policía. Los problemas de abuso de autoridad, y corrupción son recurrentes y no se resuelven simplemente diciendo que se trata de casos aislados. Las diferentes comisiones de estudio han propuesto que como mínimo, esa función no se realice por personal que está en la línea de mando, para darle independencia y autonomía a sus decisiones. Eso sin embargo no ha sido posible, dando lugar a las tensiones que se viven periódicamente entre el inspector general y sus subalternos, con el resto del mando. En otros países se ha recurrido a mecanismos mixtos, en los cuales la sociedad civil participa en la tarea de vigilar a quienes tienen la función constitucional de mantener la seguridad ciudadana.
Colombia enfrenta retos distintos a los de otras sociedades en materia de policía. Pero hay unos elementos comunes que deberían ser parte de una reforma estructural a esa función esencial de la sociedad: respeto, cuidado, empatía, limitación y control al uso de la fuerza, supervisión civil, así como profesionalización y reconocimiento para los miles de hombres y mujeres que cumplen esa tarea.
Finalmente, la policía no es una institución aislada del resto de la sociedad. Reformar la policía pasa por reformar la sociedad, atacar de frente la pobreza, la desigualdad y la falta de oportunidades que ensombrecen la vida y el futuro de millones de colombianos.