OPINIÓN

Si yo fuera transespecie

Inicialmente me atormentaba lo que pudiera suceder conmigo desde mi condición de perro. Temía que Uribe me adoptara, y luego me castigara con un Croc; o que lo que hiciera Petro y en un rapto acabara con sus Ferragamo.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
7 de julio de 2019

La primera vez que leí la noticia de Tom Peters, un británico de 33 años que se siente perro dálmata, me indigné: no saben qué inventarse, me dije; hacen cualquier cosa para salir en las noticias: ¿a qué otra tontería descenderá el ser humano en busca de la fama? ¿A ser youtuber? ¿A lanzarse a la presidencia sin preparación alguna? ¿Desde cuándo clasifica como noticia semejante historia tonta y retorcida?

Y, sin embargo, la humanidad entera lo tomaba en serio, y el señor Peters, o Spot, como se hace llamar en su versión canina, aparecía en múltiples programas de televisión del primer mundo, y revistas del planeta entero dilapidaban páginas analizando su raro trastorno, incluyendo SEMANA, que lo registró en la sección Gente: qué paradoja.

De allí mismo recorté la nota para mostrársela a mi esposa

–Mira –se la pasé–: es Tom Peters, el perro humano.

Parecía un término petrista: el perro humano.

Mi mujer guardó silencio mientras me miraba de arriba abajo.

–¿Y? –dijo cargada de desdén.

–Dice que es un hombre atrapado en el cuerpo de un perro –le contesté–: como decir un perro policía.

–¿De verdad recortaste esa noticia?

–Si lo pasearan por Colombia, sería invitado a Bravissimo, o a uno de los programas de Construyendo País del presidente. Lo harían desde el Can.

–Más bien préstame la revista –dijo, mientras me la arrebata.

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Me la quitó de las manos, y ahí, por primera vez, mientras mi mujer sostenía la revista en alto y enrollada, sentí un pavor drástico e inédito, y tuve mi primera sospecha: la sospecha de que yo también pertenecía a otra especie; de que era un peludo atrapado en el cuerpo de un calvo. Acaso el primer transespecie colombiano, superado únicamente por Roy Barreras: aquel hombre atrapado en el cuerpo de un político del Partido Liberal, y luego de Cambio Radical, y ahora del Partido de la U: un especímen que era uribista a ultranza, pero una mañana, tras un sueño intranquilo, amaneció convertido en un vibrante defensor del proceso de paz, dios lo bendiga.

Inicialmente me atormentaba lo que pudiera suceder conmigo desde mi condición de perro. Temía que Uribe me adoptara, y luego me castigara con un Croc; o que lo que hiciera Petro y en un rapto acabara con sus Ferragamo.

Mi camino era inverso al suyo, porque yo iba de lo racional a lo irracional, pero igual de marcado. Era evidente que algo extraño sucedía en mí, y podía sentirlo mientras me lamía.

Aquella noche casi no duermo. Las inquietudes ontológicas me carcomían como la sarna: ¿el perro nace o se hace?, me preguntaba. Y si se hace, ¿dónde se hace? ¿En el pasto? ¿Qué tipo de perro soy? ¿Qué tipo de perro me siento? ¿Me siento como un perro? E inmediatamente me senté, efectivamente. Como un perro: con las patas traseras dobladas y los codos rectos.

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Para más angustias, pude observar que a ese síntoma continuaron otros: en el carro sacaba la cabeza por la ventana; me presentaba ante mis clientes ya no con la tarjeta personal, sino olisquéandolos. Y me devoraba uno tras otros todo tipo de huesos, entre ellos el hueso de columna que escribió Claudia Palacios sobre las parturientas migrantes venezolanas.

Pero fue la noche del sábado cuando no tuve dudas de mi condición, y, mientras me acomodaba en un saco que había dejado mi mujer en el piso, no me cupo dudas de que era un perro. Un dálmata, en concreto; como Peter. Un perro con más manchas en el pelo que Ñoño Elías en su pasado.

Inicialmente me atormentaba lo que pudiera suceder conmigo desde mi condición de perro. Temía que Uribe me adoptara, y luego me castigara con un Croc; o que lo hiciera Petro y en un rapto acabara con sus Ferragamo; o que Viviane Morales no me reconociera como dálmata, sino como pastor, y me llevara a vivir con ella y Lucio.

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Pero después atendí mi condición canina y me dediqué a vivir el presente, y con el correr de las horas (siete horas en mí, una en los humanos) aprendí a aceptarme y a recibirme como soy. Hay hombres que se sienten mujeres y son transgénero; hay buses que se sienten metro, y son TransMilenio. Y algunos somos transespecies: perros secuestrados en cuerpos ajenos, como Peter y yo, Spot y Manchas. Esos son los imprescindibles.

Ser perro en Colombia no es sencillo. La salida laboral se restringe a unos pocos servicios bien remunerados, pero peligrosos, como ser lazarillo de Santrich, ahora prófugo.

Sin embargo, mis acciones se han cotizado. Interesados en el tamaño de mis mordidas, me buscan de varios partidos, inclusive del de alias la Gata: otra paradoja. Los congresistas más veteranos me admiran: dicen que, al igual que ellos, yo también tengo cancha. Y el etólogo al que consulto me dice que en Colombia ser mascota es una bendición, porque uno puede terminar como presidente.

Soy transespecie. Me persigo la cola (infructuosamente, porque soy bogotano). Me quiero tal como soy. Y como tal me lamo.

Mi mujer no me habla y a veces amenaza con castigarme en el jardín. Me late –lo digo literalmente– que siempre amanece de malas pulgas. Y nadie, como yo, sabe lo que eso significa.

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