OPINIÓN

Sodoma y Gomorra

¿Sí servirá de algo rociar con agua bendita una ciudad pecadora, o inclusive con bombas incendiarias, para que desaparezca el mal, como cuenta la Biblia que sucedió en las “ciudades de la llanura”?

Antonio Caballero, Antonio Caballero
13 de julio de 2019

Cierra sus discursos el presidente Iván Duque con un beato y mojigato “Dios bendiga a Colombia”, copiado de la santurronería hipócrita de los ateos presidentes de los Estados Unidos. Y en esta Colombia de santurrones e hipócritas creyentes en Dios, en sus varias versiones cristianas, resulta que el obispo católico de la desventurada ciudad de Buenaventura le pide prestado al Ejército un helicóptero artillado para, desde lo alto del cielo, ametrallar su ciudad con chorros de agua bendita a ver si así la exorciza de tantos males como la acechan allá abajo: casas de pique, violaciones de niñas y de niños, descuartizamientos, decapitamientos, cadáveres de personas devoradas por los peces. Y encima –lo peor de todo, porque se trata de un crimen contra el poderoso y arrogante imperio norteamericano y no solamente contra la pobre humanidad inerme– narcotráfico.

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Una pregunta, o dos: ¿han servido de algo, a lo largo de la historia, las procesiones para pedir que por fin llueva o a que mejor escampe? ¿Ha llovido, ha escampado? ¿Han servido los sacrificios humanos para que los dioses se apiaden de su pueblo después de un terremoto, o, mejor aún, antes? ¿Sí servirá de algo rociar con agua bendita una ciudad pecadora, o inclusive con bombas incendiarias, para que desaparezca el mal, como cuenta la Biblia que sucedió en las “ciudades de la llanura”, Sodoma y Gomorra?

¿Sí servirá de algo rociar con agua bendita una ciudad pecadora, o inclusive con bombas incendiarias, para que desaparezca el mal, como cuenta la Biblia que sucedió en las “ciudades de la llanura”?

¿Y sí será culpa de Satanás todo esto? ¿Las matanzas de las casas de pique, el Gobierno de Duque? ¿Todo lo malo que nos pasa?

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He recordado varias veces en estas columnas lo de las “sectas satánicas” que aparecieron hace unos 30 años en la ciudad de Pereira, y de la señora que se indignaba al ver que le endilgaban las culpas de sus desmanes al pobre diablo Satanás, cuando eran obra de nosotros los colombianos: no eran sectas satánicas, decía ella, sino sectas colombianas.

Lo siguen siendo. Las que llaman “bacrim”, o bandas criminales. Las disidencias desconfiadas de las guerrillas de las Farc. Los neoparamilitares que según el ministro de Defensa se roban la ropa tendida a secar en los alambres del puerto. Los militares “descorregidos”, o, más bien, incitados al crimen por las ordenanzas internas del Ejército que premian las matanzas. No son sectas infernales, sino sectas locales.

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Por eso, pienso yo, las soluciones a sus desmanes no vendrán del Más Allá, de la aspersión aérea de agua bendita sobre la pobre abandonada ciudad de Buenaventura –ese nombre, la pobre–, donde podrá tal vez resultar tan dañina la agüita milagrosa bendecida por los obispos como si fuera el venenoso glifosato ordenado por la embajada de los Estados Unidos, ni de las bendiciones que pide al cielo Iván Duque para que nos las derrame como si fuera Donald Trump; sino que deberán venir del más acá: de la acción de nuestros Gobiernos, tanto nacionales como locales, y, por supuesto, del impulso que les quiera dar la sociedad civil.

Y que, por lo visto, no les da. Por eso el referendo por la paz fue derrotado. Preferimos la guerra. Aunque Dios nos maldiga.

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