OPINIÓN

Terminator

No es solo un sitio de memoria histórica, sino un sitio tranquilo propicio a la meditación y al descanso.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
19 de octubre de 2019

De los cuatro candidatos que luchan por la alcaldía de Bogotá el más “proactivo”, como se dice ahora, es el quinto: Enrique Peñalosa. Faltando apenas unas pocas semanas para que termine su mandato ha empezado por fin a hacer cosas, o por lo menos a inaugurar las cosas que dejó sin terminar su predecesor, como el teleférico TransMiCable de Ciudad Bolívar. Y ha tapado y destapado calles, sin arreglar ni un solo hueco, y ha destruido aceras, y ha cercado los parques con velos de polisombra de un azuloso verde vómito, y ha cegado humedales, y ha talado árboles, y ha dejado ensartada a la ciudad en la contratación de un metro elevado que la parta en dos y le sirva de complemento a sus buses de TransMilenio, en vez de construir el ya estudiado y con promesa de financiación nacional metro subterráneo –“underground” de Londres, “subway” de Nueva York, o simplemente “subte”, como le dicen en Buenos Aires: en las ciudades que tienen metro para desembotellar las calles, y que en París o en Madrid también van por debajo, aunque se llaman metro a secas–. Y ahora, como remate de su obra de destrucción, intenta lo que no pudo lograr en su primera alcaldía de hace 20 años: arrasar lo que queda de los columbarios del Cementerio Central, una de las pocas zonas verdes todavía no peñalosizadas que Bogotá conserva. Es decir, sin canchas sintéticas de microfútbol, sin patinódromos, sin ludotecas. Y sin senderos y plazoletas de cemento. Porque Peñalosa ama el cemento.

Los tales columbarios, explica Peñalosa, no son más que “un potrero con tumbas abandonadas”. Y es una buena definición. Parecida a la suya de la reserva Van der Hammen: potreros. Un pastizal verde con cuatro largas y sobrias casas de teja sostenidas por hileras de columnas encaladas, construidas en 1947, que encierran las bóvedas hoy vacías en donde estuvieron sepultadas, entre otras, muchas de las víctimas sin identificar de las matanzas del tremendo 9 de abril de 1948. Desde hace diez años sellan sus bocas 8.957 lápidas pintadas por la maestra Beatriz González con imágenes de cargueros de muertos, en memoria de lo que ella llama “las auras anónimas” de quienes estuvieron enterrados allí. No es solo un sitio de memoria histórica, sino un sitio tranquilo, propicio a la meditación y al descanso. Bello, pero sin pretensiones: una modesta joya de nuestra modesta pobreza arquitectónica. No es, como dice burlonamente Peñalosa, el Partenón de Atenas o el Coliseo de Roma. Pero es una de las pocas construcciones humildes pero decentes que tenemos y que no han sido todavía destruidas por nuestros sucesivos alcaldes, desde que hace casi 500 años Gonzalo Jiménez de Quesada incendió el poblado chibcha de Teusaquillo hasta que Enrique Peñalosa proyectó el TransMilenio por la carrera Séptima. Peñalosa quiere demoler los columbarios del cementerio porque es alcalde de Bogotá. Si fuera alcalde de París, hubiera incendiado la catedral de Notre Dame para abrir campo a microcanchas sintéticas de fútbol.

Dice el alcalde Peñalosa que quiere destruir los columbarios para sustituirlos ventajosamente por un parque recreodeportivo (hasta el nombre es horrendo) que “beneficie a 131.929 personas con la construcción de canchas sintéticas, un gimnasio al aire libre, plazoletas, juegos infantiles, senderos, zonas verdes y espacios de formación artística”. Un parque proactivo, a su imagen y semejanza, que “la gente disfrute por los próximos mil años de felicidad” y que “impida que los niños y los jóvenes de la localidad de Los Mártires caigan en la drogadicción”.

No es solo un sitio de memoria histórica, sino un sitio tranquilo propicio a la meditación y al descanso.

Afortunadamente para la ciudad, en el último momento pudo pararle los pies el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural que dirige Alberto Escovar. Declaró los columbarios “bien de interés cultural” (ya lo eran localmente, pero el astuto alcalde había ordenado a su propia Secretaría de Cultura el levantamiento de su declaratoria), como ya lo había hecho hace un tiempo con la Estación de la Sabana de los ferrocarriles, bella edificación neoclásica (aunque modesta: a nuestra escala. No es la plaza de la Concordia de París) que Peñalosa pretendía demoler para convertir el lote en un parqueadero para sus buses de TransMilenio.

Pero todavía le quedan varias semanas de mando a Enrique Peñalosa. ¿Qué más querrá y podrá destruir todavía? ¿Cuántos más parques verdes dejará pavimentados de cemento? ¿Y qué pasó con el famoso “render” que convertía en el Sena o en el Támesis al río Bogotá, que bajo su alcaldía pasó de llamarse “río” a denominarse “afluente hídrico”?

Peñalosa carece de sensibilidad estética, de sensibilidad histórica, de sensibilidad. No distingue lo feo de lo bello, ni el bien del mal. Afortunadamente por fin salimos de ese alcalde. Y ojalá no heredemos a su secretario de Gobierno, el joven delfín Miguel Uribe Turbay. Ni a su émulo, el menos joven delfín Carlos Fernando Galán.

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