OPINIÓN
Todos perdieron
“¿En quién ‘putas’ se puede creer por estos días?”, le oí preguntarse a un joven de 23 años que en cuestión de una semana se percató del país en el que le está tocando vivir.
¿Quién ganó y quién perdió luego del intenso y pintoresco debate sobre Odebrecht? La pregunta puso a debatir a los unos y a los otros en las tribunas radiales y los programas televisivos de opinión. En mi caso, creo tener una respuesta llana y simple: todos perdieron. Y no es que yo quiera diluir la responsabilidad individual de cada uno de los actores comprometidos en esta trama, pero para el ciudadano común y corriente, la sensación que quedó después del debate es que nadie se salva en este país y que todos, al final del día, tienen un tremendo rabo de paja y por eso mismo no les va bien cuando se acercan a la candela.
Los organismos de control –y no solo la Fiscalía, sino también la Procuraduría– quedaron bajo fuego. La clase política hoy está en el ojo del huracán, y los grandes grupos económicos arrastran la suerte reputacional del hombre más rico de Colombia y muchos creen que a los conglomerados hay que derrocarlos, vetarlos y desaparecerlos porque la riqueza y los ricos son para odiarlos, reforzando aquel peligroso sesgo antiempresa del que otras veces hemos hablado.
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A la oposición no le fue mucho mejor: además del video de Gustavo Petro recibiendo dinero en efectivo, se suma la verdad incontrovertible de que uno de los partidos citantes al debate, el Polo Democrático, fue el que cohonestó por varios años el desastre de corrupción de Samuel Moreno en Bogotá y el que le abrió las puertas de la capital a Odebrecht. ¿No se supone que quien tira la primera piedra suele estar libre de pecado?
Lo de Petro, por su parte, más que feo es imposible de sostener. La imagen que recorrió las redes de un candidato presidencial que se autoproclama prístino contando fajos de billetes, prestados o aportados, entregados en 2004 o en 2009, por parte de Simón Vélez o de alguno de sus oscuros amigos y clientes –¡da igual!– es en sí misma decepcionante y de ninguna manera justificable.
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“¿En quién ‘putas’ se puede creer por estos días?”, le oí preguntarse a un joven de 23 años que en cuestión de una semana se percató del país en el que le está tocando vivir.
Y es verdad que las cosas lucen muy graves, que los colombianos andamos con los nervios de punta como se escribió hace ocho días en esta revista; pero es en momentos de destrucción colectiva de confianza cuando más se necesita del liderazgo cívico y de las voces descontaminadas de líderes empresariales que están haciendo bien la tarea, aunque la mayoría de veces quieran pasar de agache.
“¿En quién ‘putas’ se puede creer por estos días?”, le oí preguntarse a un joven de 23 años que en cuestión de una semana se percató del país en el que le está tocando vivir.
Esta no es la hora del avestruz y así como en décadas pasadas fueron esos mismos emprendedores los que no dejaron que este país se volviera un Estado fallido, hoy que soplan vientos de incertidumbre y pueden aparecer voces que se reclamen distintas, pero que en realidad son populistas disfrazadas de generadoras de cambio, es cuando más necesitamos que esos genuinos líderes cívicos, moderados y sensatos, saquen la cabeza para darnos una luz de esperanza.
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Sé que están ahí, porque los oigo en reuniones de trabajo y porque veo sus esfuerzos por construir iniciativa privada con sentido social y de país. Estamos acostumbrados a no creerles a los políticos, pero me niego a pensar que les perdamos la fe también a los pequeños y medianos empresarios que construyen nación, pese al nefasto entorno sociopolítico que los rodea.
Necesitamos motivos de optimismo en estos días de angustia en los que el panorama se ve tan sombrío. Debemos ser conscientes, hoy más que nunca, de que es posible encontrar la claridad sin embarcarse en aventuras que se sabe que comienzan en circunstancias como las actuales y se conoce también cómo terminan, cuando uno mira más allá de la frontera. Que los políticos de marras hayan perdido todos en esta semana que termina no quiere decir que los colombianos tengamos que resignarnos a seguir su suerte y perder como país.