OpiNión
Tormenta perfecta
No es descabellado ver en un futuro una región donde el poder paralelo de los narcos se convierte en la fuente principal de control político como hoy sucede en Venezuela.
¿Qué tienen en común el asesinato de un candidato presidencial en Ecuador y la desaparición de cinco muchachos en México en la misma semana? El narcotráfico, que hoy es un instrumento económico, político y criminal de la izquierda populista, por un lado, y la delincuencia transnacional, que ha encontrado en ese sector político e ideológico su justificación, su cooptación e incluso su legalización como aparato de control social y territorial.
Hoy el negocio del narcotráfico es muy distinto al que había en la región hace 15 años. Es más, quienes fomentan la narrativa del fracaso de la guerra contra las drogas sin plantear además alternativa alguna distinta a la de la legalización, que todos sabemos es imposible pero para ellos es intelectualmente muy fácil de explicar y difundir, no ven esta transformación brutal y exponencial del negocio, pues perjudica y destruye su mensaje facilista con el que se pavonearán en foros y con el que consiguen quien les financie esa falacia.
La industria del narcotráfico se ‘mexicanizó’ en todo América Latina, y los dos carteles más poderosos de ese país, el de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación, hoy son el Amazon de esa industria, controlan calidad, exportan conocimiento criminal y son los principales reguladores de esta industria ilegal. La presencia cada vez más evidente de estas mafias ya se da en todo el Pacífico del continente, desde Tijuana hasta Puerto Montt. No es sino revisar los diarios de todos los países para darse cuenta de lo que está sucediendo, de cuáles organizaciones criminales utilizan en cada país, de cómo el índice de homicidios se dispara con su presencia y, lo más grave, de cómo ese control territorial que ejercen con brutal violencia se comienza a transformar en un poder político que se expresó con toda su fuerza con el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio hace una semana.
México, con un presidente que pregona abrazos y no balazos, hoy tiene más del 40 por ciento del país en manos de los narcos. El informe de la Secretaría de Defensa Nacional filtrado por Guacamaya Leaks muestra un país que poco a poco se convierte en un narco Estado. Hablar de Guatemala –un 60 por ciento lo controla el narcotráfico– y Honduras en ese sentido no es una exageración. Y así podemos ir sumando países del continente.
Ecuador es apenas el último escenario pero en Chile el índice de homicidios, que aún es bajito, ha subido un 30 por ciento en dos años. Es más, ya hay zonas vedadas para el Estado y los ciudadanos que allí viven están bajo el control de estas organizaciones criminales. Perú y Bolivia, ni hablar, y en Argentina el presidente Alberto Fernández tuvo que militarizar la lucha contra el narcotráfico en Rosario por el descontrol que existía. Es más, en algunas provincias bajo el amparo del gobernador, los narcos actúan a sus anchas.
Se puede profundizar país por país en el deterioro de esta situación, pero es más importante analizar cómo estas organizaciones criminales se convierten en instrumentos del poder político que está siendo utilizado por esa izquierda totalitaria. El ejemplo más claro es Venezuela, que hoy se ha convertido en un narco Estado. Las disidencias de las Farc, el ELN, los militares, los colectivos, los pranes y los mismos carteles hoy juegan un papel en el mantenimiento del statu quo criminal que a todos beneficia. Bolivia tiene una coalición coca-política que da amplio respaldo a Morales y sus secuaces. El discurso de Amlo, en México, ya es un paso hacia esa formalización, y la política de Petro, en Colombia, va en la misma dirección.
No es descabellado ver en un futuro una región donde el poder paralelo de los narcos se convierte en la fuente principal de control político, como hoy sucede en Venezuela. Es más, allí el poder de organizaciones criminales rusas es muy importante, pues estas tienen unos vasos comunicantes muy importantes con el gobierno de Vladímir Putin y, por lo tanto, juegan un papel en esta batalla geoestratégica que se libra en el mundo. No nos debe quedar la menor duda de que la criminalidad va a asumir un rol, y Cuba –no olvidemos el caso de los hermanos Ochoa, fusilados para ocultar el narcotráfico del régimen– retomará su papel de desestabilización con este nuevo aliado.
En este escenario catastrófico, en esta tormenta perfecta de criminalidad empoderada y justificada y un poder político ansioso de usarla, la democracia y las libertades serán las principales víctimas. Ese escenario hoy, con narrativa de idiotas útiles y unos Estados Unidos perdidos en sus debates internos y su preocupación con Rusia y China, hace prever una soledad absoluta en esta batalla.
Esperemos a ver los resultados de las elecciones en Ecuador y Guatemala este fin de semana, donde hay candidatos que representan una batalla contra esta corrupción y este desastre que tiene a los narcos como uno de sus principales actores. Pero la guerra, dada la debilidad institucional de la mayoría de países para enfrentarla, es bien compleja y quién sabe hasta cuándo aguanten una oleada de violencia como la que vivió Colombia a finales de los 80. El costo es brutal para la sociedad, pero apaciguar el narcotráfico es aún peor.
Y eso que aún no nos llega el fentanilo.