Un año leído
Si no fuera por los libros leídos este año, la terrible realidad ya nos habría hundido
Estoy empacando mi maleta para las vacaciones, que no consistirán en espatarrarme al sol a la espera de un melanoma que me saque del mundo, ni en caminar por bosques y montañas donde paracos y farcos me enviarían de un disparo al Purgatorio, sino en un sitio tranquilo (podría llamarse Otraparte o Nosédonde) donde pueda sentarme a leer. De literatura voy a llevar una novela de Antonio Lobo Antunes, Tratado de las pasiones, que según Marisa Blanco, la directora de Babelia, es el más grande escritor portugués del momento, incluso por encima de Saramago. Eso entre los contemporáneos. Pero en vista de que la novela no progresa (a diferencia de los carros o de los aviones), y lo último no es mejor que lo viejo, me llevaré también una novela del siglo XIX, Los Malavoglia de Giovanni Verga.
No todo puede ser ficción, convendrá llevar también algo de poesía, reciente o pasada. De la pasada me llevaré a Lope de Vega, ya que hubo un siglo en la literatura castellana en que las formas clásicas llegaron a la perfección, y a los poetas de ese tiempo conviene volver todos los años como un tratamiento para quitarle el óxido al idioma. Pero la poesía no se estancó en el 1600, y el castellano atravesó el océano. Además, ningún poeta resuena con tanta fuerza en nuestros huesos como los poetas locales. Me llevaré también, entonces, al único poeta auténtico que dejó el nadaísmo en su breve estela publicitaria: Jaime Jaramillo Escobar, en su reciente, e impecable, edición española de Pre-textos: Poemas Principales.
No todo puede ser literatura, tampoco. El más extraordinario divulgador científico que ha aparecido en los últimos años, me parece, es un sicólogo y lingüista, discípulo de Chomsky y profesor en M.I.T., Steven Pinker. El instinto del lenguaje y Cómo funciona la mente, fueron los libros que me lo descubrieron. Es original, provocador, al mismo tiempo profundo y comprensible. Su tesis es que "nacemos aprendidos", al menos en aquello que mejor nos define como hombres, nuestra aptitud verbal, nuestros prejuicios, nuestra búsqueda insaciable de pareja, nuestros valores familiares. No estamos tan condicionados por la educación, por nuestros padres o por los traumas improbables, sino más bien por un viejo concepto que había caído en desuso: la naturaleza humana. Para ahondar en sus tesis, me llevaré su último libro, The Blank Slate, es decir, "la tabula rasa", una crítica dura a esa creencia ingenua de que nacemos con una mente limpia como una hoja en blanco en la que la cultura va escribiendo lo que somos. Pues parece que no, y que buena parte del guión ya está escrito en nuestra biología, en lo que ha venido escribiendo la evolución animal desde hace millones de años.
Para alguien que no hace muchas otras cosas fuera de escribir, hay un alimento tan necesario para seguir escribiendo como el agua que requieren los atletas para seguir corriendo. Además de la vida, y de los recuerdos desdibujados que reciben el pomposo nombre de fantasía, alguien que escribe se nutre sobre todo de aquello que lee. De ahí que el resumen de un año podría ser el resumen de nuestras lecturas. ¿Qué leí? Habrán sido, en promedio, cuatro o cinco libros al mes, pero hablaré solamente de los que me gustaron y de los que recuerdo.
Leí una historia fascinante de los órganos del cuerpo, escrita por un cirujano gringo, Sherwin Nuland. Esas oscuras y asimétricas vísceras que casi nunca vemos, el estómago, el hígado, el corazón, relatan una historia de los prejuicios del mundo. Leí un viaje por Italia de W. G. Sebald, Vértigo, un autor alemán que mezcla la realidad con la ficción, lo que le da a sus libros el misterioso mérito de que no sabemos si lo leído es una biografía o una parábola sobre el mundo. Con Los rebeldes y La herencia de Esther, comprobé que Sándor Márai era un extraordinario escritor húngaro injustamente olvidado. Hubo otro húngaro al final del año: Imre Kertész, un nuevo premio Nobel que no me decepcionó con Sin destino.
Entre los colombianos, leí con risa y placer la primera novela china de un bogotano: Los impostores, de Santiago Gamboa. Repasé un viaje a Barcelona de la mano de Fernando Vallejo, La rambla paralela, y como él narra los mismos días, la misma feria y los mismos vinos que bebimos allí (aunque él cuenta una muerte que yo no viví) me di cuenta del abismo que hay entre dos experiencias del mundo. En todo caso me gusta más la de él que la mía. Me sumergí en los cuentos de jóvenes narradoras colombianas, en la breve antología de Planeta; algunos me conmovieron, y otros me llenaron de esperanza sobre la salud literaria del país. Espero no parecer un ingrato si digo que tengo guardadas las memorias de Gabo para cuando pase la barahúnda de su publicación. Y para que no crean que en Colombia todo es literatura, leí también al mejor divulgador científico nuestro: los Neuróbicos de Antonio Vélez. Leí otras cosas antiguas y modernas, en prosa y en verso, leí El Banquete de Platón y la comilona del Satiricón. No tengo más espacio, pero creo que los libros leídos fueron lo mejor que me pasó este año. Si no fuera por los libros, la terrible realidad ya nos habría hundido.