Un enemigo de clase
Quizá porque aparece en el Libro Sagrado nos sigue pareciendo buena esa sentencia brutal de un Dios furibundo: ojo por ojo y diente por diente
Algo que aquI deberIamos aprender, pues es evidente que no lo sabemos, es que también los criminales tienen derechos. Cuando una persona comete un delito, por horrendo que sea, esto no lo degrada hasta el punto de excluirlo del género humano. Por mucho que los verdugos llamen "perros" o "cerdos" a sus víctimas, para poder matarlos sin tener que cargar con el remordimiento, los criminales siguen siendo personas. La más exitosa tradición ética de Occidente se basa en los derechos de cualquier ser humano. Basta que nazca; no importa cómo sea ni cómo se comporte: tiene derecho a seguir viviendo. Encerrado en una celda, si quieren, pero viviendo.
Diego Londoño White se comportó como un delincuente. Quiero decir que lo fue. Pero de acuerdo con la legislación colombiana -laxa o estricta, ese es otro problema-, pagó su culpa. Nueve años de encierro y aislamiento pueden ser pocos o muchos, según como se mire. Pocos para las víctimas, y muchos para el preso. Si el fin de la pena consiste en una sanción social, y luego en una forma de resocializar al delincuente, Londoño había aprendido la lección. A nadie se le ocurre pensar que él, otra vez, se iba a prestar para decir a quiénes había que secuestrar.
Pero nuestra justicia sigue siendo la justicia iracunda del Viejo Testamento. Quizá porque aparece en el Libro Sagrado nos sigue pareciendo buena esa sentencia brutal de un Dios furibundo: Ojo por ojo y diente por diente.
En Medellín se cuenta (y, se non è vero è ben trovato) que Londoño White se delató por una indeleble señal de clase: los zapatos. Esta es una enseñanza transmitida desde antiguo por nuestras abuelas clasistas: "A la gente no le mires la cara, no le juzgues la corbata, no repares en el acento o los modales; fíjate en los zapatos". Cuentan que este amigo de Pablo Escobar, encapuchado, acudió a identificar a un secuestrado por la mafia. El secuestrado no pudo verle la cara, ni los ojos, ni pudo oírle el acento. Pero le vio los zapatos. Y esos zapatos, en el Club Campestre, no los tenía sino él. Lo delató un símbolo de estatus de su clase.
No una, muchas de las grandes familias antioqueñas hicieron negocios con mafiosos. Invirtieron capitales en envíos de coca; compraron y vendieron tierras, apartamentos, lotes, bestias, cuadros. Diego Londoño dio un paso más allá en la espiral del delito: los secuestros a dedo, maquinados en los paseos por el golf. Esto fue lo imperdonable: la traición de clase. Como era de confianza, a él todo se le contaba, todo se le decía, conoció a fondo las bonanzas y las quiebras. Usó esa información para chantajes atroces. Muchos cayeron en la trampa de este hábil jugador con cartas marcadas.
Sin embargo, esta culpa -ya purgada, según la ley- no lo sacaba del género humano. Por eso su crimen a sangre fría, bien planeado y diseñado, casi anunciado -desde que salió de la cárcel, en Medellín bromeaban: "Ese no come natilla este año"- constituye una sevicia y una venganza que no restablece la justicia sino que nos hunde más en la barbarie. Quizá se puedan discutir nuestras penas (como en el caso de Rodríguez Orejuela). Tal vez no convenga, en un país tan enardecido y tan sediento de venganza, que los castigos sean los ideados por filósofos para un país de utopía en el que todavía no vivimos. Pero matar es atroz, entre otras cosas porque el más castigado no es el mismo muerto, sino otra víctima inocente: la familia que queda.
Se puede discutir y cambiar la legislación -incluso para proteger la vida de los que salen de la cárcel antes de lo que el ciudadano corriente considera justo. Lo que no se vale es matar, que es el arma colombiana más frecuente. Se dice que la Iglesia odia el pecado y ama al pecador. Ese ideal lo copia el Estado cuando es bueno: persigue el delito sin ensañarse con el delincuente.
Me atrevo a decir algo, por ingenuo que suene: pensaríamos distinto si la gente leyera más ideas. Hay una de Borges, por ejemplo, sobre el perdón y la venganza, muy útil para este caso. "Yo no hablo de venganza ni de perdón. El olvido es la única venganza y el único perdón". A Diego Londoño White no le perdonaron. Tampoco lo olvidaron. Escogieron lo peor: se vengaron de él portándose peor que él. Hace unas semanas escribí contra el secuestro. Cómo estará de enloquecido de furia este país que alguien escribió: "Lo que usted dice es poco: lo único que se merecen los secuestradores es que los torturen en una plaza pública". Si pensamos así, seguiremos actuando en consecuencia: contestando al horror con un horror aun peor.