OPINIÓN
Un libro que confunde
Si una certeza se puede tener al final de la lectura del libro ¿Por qué lo mataron?, de Enrique Gómez Hurtado, es que es más la confusión que aporta que la claridad que genera.
Como se sabe, en torno al asesinato de Álvaro Gómez Hurtado se han tejido dos hipótesis centrales: que fue el resultado de una conspiración de los enemigos del presidente Ernesto Samper Pizano para tumbarlo, o que fue un plan de éste contra sus enemigos, para neutralizarlos. En el primer caso las investigaciones iniciales apuntaron hacia la Brigada XX del Ejército, mientras en el segundo se orientan hacia acusar a Ernesto Samper Pizano de haber ordenado su muerte.
Desde el primer capítulo del libro citado el hermano de la víctima se casa con la segunda tesis, la cual se resume en que el cartel del Norte del Valle habría tomado la decisión de matar a Gómez Hurtado para hacerle un favor al gobierno de Samper, sumado a que esa mafia creía que habría un golpe auspiciado por Estados Unidos, del que se formaría una junta cívico militar presidida por el líder conservador, y que lo primero que éste haría sería convocar a una Asamblea Constituyente para revivir la Constitución de 1886, extraditar a los principales capos del narcotráfico y cerrar el Congreso.
A esto alude el testimonio de alias ‘Rasguño’ cuando afirma que por esas fechas varios emisarios de la mafia fueron enviados (no dice por quién, pero se da por descontado) a hablar con Álvaro Gómez para comprar su lealtad o al menos su neutralidad al gobierno. Según el capo, Gómez Hurtado no colaboró con estos intentos: “al doctor Álvaro fue imposible arrimarle; tratamos por todos los medios de buscarle arrimar para que se quedara quieto y ese hombre es muy jodido, ese hombre no quiso recibir plata, ni quiso recibir a nadie” (pág. 95).
Conclusión, “los mafiosos comenzaron a ver en Álvaro Gómez un peligroso enemigo para la estabilidad del gobierno que ellos a toda costa buscaban proteger” (pág. 153). Y para no dejar títere sin cabeza, en lo referente a Horacio Serpa acoge un supuesto testimonio del exministro de Defensa Fernando Botero Zea (hoy prófugo de la justicia), según el cual Serpa le expuso a Botero el análisis que manejaba el alto gobierno “respecto de la necesidad de crear una cortina de humo o un hecho traumático que le quitara por completo el oxígeno a la crisis política derivada del proceso 8.000”.
En refuerzo de su sindicación, Enrique Gómez llega incluso a afirmar que “para Álvaro se hizo evidente que existía algún tipo de acuerdo secreto entre Samper y el Cartel de Cali para habilitar (…) la posibilidad de sometimiento a la justicia en términos sumamente favorables para los capos del cartel”. Es una lástima que Álvaro Gómez no esté vivo para que pueda ratificar dicha ‘evidencia’, como también es otra lástima que los que en este esquema de acusación aparecen como los determinadores del magnicidio –a saber Efraín Hernández, alias ´don Efra’, Orlando Henao, alias ‘El hombre del overol’, y el coronel (r) de la Policía Danilo González– también estén muertos, porque es precisamente allí donde se derrumba todo el peso probatorio de una tesis que pareciera más orientada a provocar un efecto político, que a brindar luces que conduzcan a identificar a los verdaderos autores.
Ya entrados en lo político, es imposible dejar de advertir que las tesis expuestas por el autor coinciden al dedillo con sus ideas conservadoras, tanto en lo referente a la sindicación contra Samper como en la defensa de aquellos hacia donde apuntaron los primeros indicios: la Brigada XX del Ejército –que por cierto fue desmantelada a raíz de este suceso- en complicidad con empresarios y políticos de derecha aliados en una supuesta conspiración golpista que pretendía derrocar a Samper e imponer una junta cívico-militar, la cual habría de ser presidida por Álvaro Gómez mientras se convocaba a elecciones.
En torno a esta segunda hipótesis, lo más avanzado que se conoce es una investigación publicada por Semana en noviembre de 1998, que comienza así: “El jueves 2 de noviembre de 1995, el mismo día en que mataron a Álvaro Gómez Hurtado, se iba a dar un golpe de Estado en Colombia. Aunque el alzamiento militar contra Ernesto Samper ya estaba abortado por la falta de apoyo del gobierno de Estados Unidos, todo parece indicar que los dos hechos tienen alguna relación”.
Es pertinente citar a Semana y la sesuda investigación –titulada El complot- que publicó en la fecha aludida, porque es el mismo Enrique Gómez Hurtado quien la trae a colación cuando en la página 155 de su libro afirma que esa revista “reitera, con inexplicable insistencia, que ‘Rasguño’ está loco y que lo dicho por él carece de todo fundamento”.
Lo que hizo Semana fue tratar de reunir las fichas del rompecabezas del magnicidio, que incluyó la revelación de un documento con los detalles de lo que definió (sin que hasta hoy lo haya desmentido) como un intento de golpe de Estado a Samper. El documento habría sido hallado en la residencia de un militar en servicio activo, y consistía en “una especie de plan de vuelo en el cual estaban consignadas las motivaciones y el itinerario de la primera etapa del golpe”. Es llamativo a más no poder que en el libro de Enrique Gómez no se hace ninguna alusión a ese documento, como si nunca hubiese existido.
En este planteamiento –que coincide con la primera línea de investigación que siguió la Fiscalía- se escucharon voces documentadas que afirmaron que los golpistas habrían compartido con Álvaro Gómez sus planes, y que cuando éste se negó a secundarlos tuvieron que prescindir de él, porque sabía demasiado. Sea como fuere, según Semana “los investigadores del caso detectaron que al menos en tres oportunidades el comandante de la Brigada XX de Inteligencia, coronel Bernardo Ruiz Silva, trató de desviar la investigación y para ello intentó demostrar que quienes cometieron el magnicidio fueron algunos miembros de las milicias bolivarianas de las FARC en la comuna nororiental de Medellín”.
Es aquí donde de nuevo sale a relucir otra falencia del libro que motiva esta columna, pues a la vez que se hace allí una defensa cerrada del coronel Ruiz –como también de los demás militares en su momento implicados-, pasa por alto el hecho de que tres años después del crimen la Fiscalía ordenó su arresto bajo el cargo de ser el autor intelectual, como también que durante un tiempo el hombre fue prófugo de la justicia, hasta que fue capturado en un apartamento de Cedritos, al norte de Bogotá. Es cierto que el 20 de mayo de 2003 fue absuelto por el Juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado, pero aquí estamos ante el fallo de un juzgado contra el de otro, que de cualquier modo siembra dudas, ya en el terreno probatorio. Además: ¿por qué prefirió huir, en lugar de responder con la frente ante la justicia?
Podríamos extendernos en el análisis a favor o en contra de una y otra tesis, pero esto daría para otro libro. Baste hacer claridad en que ante la pregunta ¿por qué lo mataron? el libro no sólo no plantea ninguna respuesta coherente (según Antonio Caballero “insinúa muchas pistas pero no sigue ninguna”), sino que elude la que también podría ser una hipótesis para nada descartable: que alias ‘Rasguño’ haya sido puesto ahí por los verdaderos autores del magnicidio, precisamente para seguir desviando y confundiendo la investigación.
En caso tal, el libro en mientes estaría mandado a recoger.
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