OPINIÓN
Un nuevo contrato social
Hay que actuar con infinita prudencia cuando se trata de sustituirlo o reformarlo. A veces el remedio puede ser peor que la enfermedad.
La idea de que existe un contrato social que los gobernados celebramos con los gobernantes es antigua, prestigiosa y, tomada literalmente, falsa: no está al alcance de cada uno de nosotros, como supuestos suscriptores o adherentes de ese pacto fundacional, retirarnos del cumplimiento de sus cláusulas. Sin embargo, su amplia aceptación sirve para proveer legitimidad al sistema político; solo esta presunta aceptación de la mayoría hace eficaz el ejercicio de la fuerza contra los reticentes o rebeldes.
En las versiones clásicas de la teoría, su propósito consistió en justificar el poder del Estado, incluso en su modalidad absolutista. Para Rousseau, por ejemplo, el contrato social comporta la renuncia plena e irreversible del poder de que estamos dotados en el estado de naturaleza, precio inexorable que debemos pagar para obtener la protección del aparato estatal. El constitucionalismo moderno, que se inicia con la expedición de la Constitución de los Estados Unidos a fines del siglo XVIII, supera esa tradición: el contrato social, que era implícito, se plasma en un documento; este no solo estructura el poder del Estado, sino que le pone límites infranqueables: los derechos de los ciudadanos.
Este fue un cambio revolucionario. Hemos dejado de ser súbditos, meros destinatarios de las medidas unilaterales que otros adoptan, para pasar a ser ciudadanos que se gobiernan a sí mismos en la esfera personal, o por medio de representantes electos en los asuntos colectivos. En consecuencia, lo que determina la estabilidad de un texto constitucional cualquiera no es, en rigor, su contenido; lo es la firmeza de la adhesión que suscite.
Al margen de sus méritos y defectos la Carta nuestra de 1991 ha gozado de un amplio respaldo. Se la considera producto de una movilización popular genuina (“la séptima papeleta”); resultado de una asamblea constituyente plural (incluía guerrilleros desmovilizados), y patriótica (sus integrantes actuaron movidos por nobles intereses). Conviene que este mito fundacional -que como siempre sucede no es por completo verdadero- sea prestigioso; sirve de soporte a las instituciones que nos rigen.
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Voces han comenzado a oírse que claman por reformarla, o, incluso, por sustituirla, con un argumento malo y popular: que sus promesas de bienestar y equidad social no se han cumplido. Al respecto debe señalarse que las constituciones no generan de manera directa esos loables objetivos; apenas crean condiciones para hacerlos posibles; y que antes del golpe demoledor de la pandemia, los bloqueos y la furia vandálica, las condiciones de vida de los estratos pobres de la población venían mejorando. El retroceso abrumador que padecemos no se soluciona con nuevos textos constitucionales. Prohibir la pobreza, o imponer cronogramas vinculantes para superarla, de nada serviría.
Dicho lo anterior, es correcto afirmar que se requieren ajustes a la Constitución. ¿Cuáles? Desde las esquinas populistas se dirá que el desiderátum consiste en extirpar el modelo económico capitalista -y para colmo, neoliberal- por ser la causa de nuestros infortunios. Es lo que hizo Chávez en Venezuela. El resultado es ostensible: demolió las instituciones y sumió al país en la pobreza profunda. Ese mismo curso de acción es el que quiere seguir el nuevo gobierno del Perú. Gustavo Petro ha planteado utilizar el poder de emisión monetaria para financiar sus programas de gobierno, anhelo que no puede realizar sin quebrarle una vértebra a la Constitución y crear una crisis financiera, y, por lo tanto, social.
Otros dirán que los defectos de que adolece nuestra Constitución no son de modelo económico, aunque, sin duda, se requiere la adopción de mejores leyes en campos tales como el empleo, la salud, la educación y las pensiones. Sin embargo, es incuestionable que adolecemos de graves problemas de diseño en la cúspide del Estado. Menciono dos: los órganos de control y el poder legislativo. Mientras aquellos se han politizado de mala manera, este, en quien anida el quehacer político, no cumple su papel de manera adecuada. Tenemos, pues, política donde no corresponde y política mediocre donde debería ser de óptima calidad.
Las reglas para la designación de los titulares de la Contraloría, la Procuraduría y la Fiscalía, hacen posible que se configuren vínculos indeseables entre ellos, el Congreso y el Gobierno. Quienes los desempeñen, son vistos como aliados de quienes participan en su nombramiento, así las condiciones personales de los elegidos sean excelentes. El daño que se causa a la credibilidad de esas autoridades es enorme. Cabe proponer que unas comisiones de personalidades destacadas de la sociedad civil por su jerarquía ética y sapiencia, nominen los candidatos; entre aquellos que cumplan los requisitos de elegibilidad se escogería por azar. De esta manera se designaban, en la Grecia clásica, ciertas magistraturas.
La fórmula anterior, aunque audaz, es sencilla. Complejas y múltiples son las medidas para restablecer la credibilidad del Congreso como mecanismo esencial de representación política. Su decadencia, aquí y en otras partes, obedece a cambios radicales e irreversibles en la sociedad. Los partidos políticos, que seleccionan los aspirantes a integrar las cámaras, se han debilitado por causas diversas: la práctica desaparición de los partidos de masas, el auge de otras organizaciones de aglutinación de intereses, las movilizaciones ciudadanas, tanto presenciales como digitales, y la proliferación de acciones de tutela. Ya pocos creen que la condición de ciudadano, que es la llave de acceso al poder político tal como hoy lo concebimos, sea un mecanismo de representación suficiente.
En suma: se requieren, en el plano legal, reformas económicas y sociales que son compatibles con el modelo que la Constitución establece; otras, de naturaleza institucional, exigen ajustes constitucionales. La manera de realizarlos es una discusión crucial, no sea que terminemos en una constituyente o referendo que nos divida más y se convierta en fuente de nuevas incertidumbres. El plebiscito de 2016 fue una funesta experiencia; no caigamos en nada parecido.
Briznas poéticas. La poesía que prefiero canta, en palabras simples, el misterio de la vida. Leamos a Elkin Restrepo: “La voz / que, como hilo, / mana / de tu corazón, / ¿de qué fuente y enigma es verbo? / Qué noción / o imagen suya / quiere / de ti / Quién allí habla?”