OPINIÓN
Un planeta sin humanos
Las redes sociales están inundadas de imágenes de fauna que predican con entusiasmo que “la naturaleza está recuperando su lugar”. Los animales siempre han estado allí; lo nuevo es el disgusto creciente del ser humano por su propia especie.
Durante la pandemia, la conversación en las principales redes sociales ha estado marcada por un entusiasmo notable frente a fotos y videos de animales en las ciudades. Para los expertos en temas ambientales, es difícil entender la sorpresa por ejemplares de coyotes, lechuzas, zarigüeyas o jabalíes, que siempre han estado ahí. La fauna urbana es un fenómeno común, al punto que existen políticas para ella. Es muy pronto para hablar de recuperación de poblaciones por cuenta de la cuarentena: no están retornando. Tan solo, con menos ajetreo, prestamos más atención.
Además, algunas de esas imágenes han resultado ser montajes para ganar seguidores: volverse viral es cada vez más rentable, en dinero y en votos, sin importar mucho la veracidad del contenido. Los mercaderes de las emociones lo saben y proyectan en el público una desconcertante ansiedad urbana, según la cual “los animales son mejores que la gente”. Siendo así, no sorprende que exista más empatía por las mascotas que por las migrantes venezolanas, a quienes se les pide que “paren de parir” (sic).
Me parece que el mundo sin humanos sería un lugar muy triste. Nuestra incapacidad evidente para hacer acuerdos que nos permitan habitar de otras formas este planeta agonizante y maravilloso, no justifica los anhelos soterrados por una pérdida masiva de vidas para reducir la presión sobre los ecosistemas. Una peste no es la solución a la crisis ambiental, y afirmar que “las personas son el virus” contradice el valor intrínseco del ser humano, base de todas las democracias. Hay una línea delgada entre la crítica al antropocentrismo y la misantropía. Quienes tienen una voz poderosa en el debate público, deberían cuidarse de no traspasarla. El ecofascismo es inaceptable, y debe ser desafiado con firmeza y claridad.
El disgusto creciente de sectores de la opinión pública por su propia especie, evidente en las redes sociales, es una paradoja perturbadora, difícil de comprender (¿se odian a sí mismos? ¿a sus seres queridos?) y un obstáculo para la sostenibilidad justa. Por definición, no hay ambientalismo sin gente: guste o no, la conservación es con las comunidades y en eso debe enfocarse nuestra energía política.
La especie humana ha moldeado la asombrosa belleza del mundo, con sus culturas milenarias, sus usos de la biodiversidad, sus ideas sobre la vida y la muerte, su inquietante tecnología y su historia descomunal. Las creaciones del espíritu, esa expresión de ingenio que distingue al homo sapiens de otros animales, valen tanto como la compleja trama de los ecosistemas.
A lo largo de la historia, muchos pueblos se han considerado a sí mismos parte de la biósfera en la que viven. El ecologismo es, en últimas, una celebración de nuestro paso fugaz pero significativo por la tierra, arraigada en conexiones poderosas con los ecosistemas y mediada por la cultura. No hay manera moralmente aceptable de salvar el planeta sin proteger la dignidad de la gente que lo habita, y es la acción colectiva, no una pandemia, lo que puede evitar la debacle ambiental.