Nación

Un presidente 'de a caballo'

Marco Palacios, historiador y actual profesor investigador del Colegio de México, escribe un perfil del presidente Alvaro Uribe Vélez, desde su recorrido por la política a lo largo de 30 años hasta sus costumbres, comunes en un "antioqueño de pura cepa", así como su vocación de ganadero y su amor por los caballos.

Semana
11 de diciembre de 1980

Señalado como un hombre de derechas, la ideología de Uribe no es explícita. Sería superfluo en un país que no quiere saber de los políticos, que desconfía de sus palabras y que repara en sus gestos y actitudes sólo para intuir si vale la pena depositar el voto por ellos.

Con todo, los soportes del nuevo presidente colombiano están bien amarrados al establecimiento político más tradicional. En la presidencia culmina una carrera que comenzó hace unos 30 años y que le ha brindado amplia experiencia en el Congreso y en los tres niveles territoriales de la rama ejecutiva. El sexto presidente originario de la rica, poblada y conservadora provincia de Antioquia, Uribe, es el primero de origen liberal. En las disputas internas de su partido en la década de 1980 se alineó con el oficialismo contra la corriente reformadora de Luis Carlos Galán, apostó al futuro presidente Samper y en las elecciones de 1998 hizo campaña al lado de Serpa.

Desde que anunció intenciones presidenciales, salieron a colación sus atributos de hombre de ley y orden, en un país que para muchos va a la deriva. Conocido como el padre de las Convivir, unas cooperativas de autodefensa que creó cuando era gobernador de Antioquia (1995-1997) y que lindaban con los escuadrones paramilitares, mantuvo la coherencia al oponerse a la política de paz del presidente Pastrana. Avezado político, detectó el creciente malestar de la población con la palpable debilidad del presidente y con los congresistas por sus métodos ineficaces y corruptos.

Cuando los terribles sucesos del 11 de septiembre transformaron radicalmente los contextos del discurso político mundial, Uribe Vélez ya había sembrado en la opinión colombiana la idea del viejo sheriff del Oeste: 'O conmigo o contra mí'. Pocos como él tenían la credibilidad para hablar de las Farc y del ELN como organizaciones terroristas y al mismo tiempo para subrayar cuán nefasta resultaba la politiquería tradicional. Modernizar las instituciones y derrotar el terrorismo iban de la mano, y sólo un gobierno eficaz, inspirado en valores de clase media, podría salvar el país.

El giro lingüístico del 11 de septiembre caló profusamente en los medios, las clases medias y el pueblo. La inverosímil tozudez de Pastrana al sostener el esquema con las Farc como si nada hubiera pasado, y la parálisis de Serpa, incapaz de distanciarse de una clase política despreciada, explican el meteórico triunfo de Uribe Vélez, al que contribuyeron los desafueros de las Farc, ansiosas de polarizar el país.

Una vez más, todas las expectativas de los colombianos están puestas en el señor presidente. Fuerte por mandato de los colombianos que votaron con sed de autoridad; fuerte porque los partidos están atomizados; fuerte porque todos los demás actores, constitucionales y metaconstitucionales, sólo tienen una menguada capacidad reactiva frente a las iniciativas de la nueva presidencia.

Por ejemplo, los congresistas, que mañosamente se deslizaron al campo del presidente, no pueden descuidar el punto 9 del manifiesto programático uribista: 'El 7 de agosto, a las 5.00 p.m., si con la ayuda de Dios y el apoyo del pueblo colombiano llego a la presidencia de Colombia, presentaré el 'Referendo contra la Corrupción y la Politiquería', que incluirá la reducción del Congreso, la eliminación de los auxilios parlamentarios y de sus privilegios en pensiones y salarios'. Su complemento está en el punto 18: 'No podemos seguir con un Congreso que cuesta 600.000 millones de pesos al año (unos 240 millones de dólares, mucho menos que el presupuesto de las Farc), cuando para vivienda social sólo hay 150.000 millones de pesos. El número de congresistas debe reducirse de 266 a 150...'.

Hay otras cuentas que también vendrían al caso para entender mejor las perspectivas abiertas en la política colombiana. En el surtido de regiones que es Colombia, Uribe Vélez es antioqueño de pura cepa. Reza el estereotipo que el hombre de Antioquia es individualista, trabajador tenaz, festivo, blanco y católico; amante de la autoridad y en primer lugar de las jerarquías patriarcales. Por todo esto, es comprensible que Uribe Vélez se haya impuesto recobrar valores de orden y armonía derivados del disfrute de la propiedad. Eso le inculcaron en su infancia, en las fincas de trabajo (contrapuestas a las fincas de recreo) en las que se moldeó su personalidad, antes de que la familia se fuera a residir a Medellín para que Álvaro, el hijo mayor, recibiera la mejor educación.

Cuando nació, en 1952, Colombia era un país convulsionado, aunque en su infancia y adolescencia bajó la intensidad del conflicto y Medellín alcanzó el apogeo. Pero en 1983 vivió la pesadilla de muchas familias colombianas. Ese año, su padre fue asesinado resistiendo un intento de secuestro por parte de las FARC mientras inspeccionaba una de sus fincas ganaderas en Yolombó, a dos horas de Medellín por carretera.

Uribe nunca ha perdido la vocación ganadera ni el amor por los caballos. Posee una sólida visión agropecuaria del mundo y del país. Lejos de ser uno de los grandes ganaderos de Colombia, sí es un importante empresario del ramo. En su finca El Ubérrimo, en el noreste del municipio de Montería, capital del departamento de Córdoba y capital nacional de los paramilitares, engordan unas mil reses y se mantienen unos sesenta caballos finos. En las condiciones de la ganadería superextensiva colombiana, uno puede suponer que el dueño de El Ubérrimo es uno de los 2.300 colombianos propietarios de más de 2.000 hectáreas y que acaparan entre todos unos cuarenta millones de hectáreas. Para ponerlo en la balanza colombiana, digamos que cerca de dos millones y medio de pequeños propietarios (de menos de cinco hectáreas) tienen apenas cuatro millones y medio de hectáreas.

Esta concentración de la propiedad de la tierra, una de las mayores del planeta según el Banco Mundial, ha aumentado en la última década. Cambio ligado a la inseguridad, al poder fáctico que ejercen guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y políticos clientelistas en territorios como los de Córdoba.

Allí, la buena noticia es que Castaño ha renunciado a ser jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia y que prefiere quedarse en su nicho cordobés. Los conocedores del fenómeno paramilitar anticipaban tal desenlace. A fin de cuentas, en ese abigarrado mosaico de regiones y microrregiones que es Colombia, es altamente improbable mantener mandos unificados por mucho tiempo. La fragmentación campea. Esto nos lleva al punto final de este comentario.

Aparte de la modernización institucional, Uribe se ha abocado a la tarea de quebrar la tendencia de ascenso militar de las guerrillas. La pregunta es cómo y por qué esas organizaciones, en particular las Farc, mantienen la unidad del mando. Resulta inocuo llamarlos terroristas, bandidos, secuestradores. Pueden ser todo eso al mismo tiempo. Pero, como enemigos que son del Estado, tejen hilos de organización y comunicación que no podrían funcionar en un vacío social y político. Es decir, manejan recursos de política localista, ligados nacionalmente, que ni siquiera ha conseguido descifrar el frágil Estado colombiano y que sobrepasan en calidad y disposición los que se nos antoje atribuir a una mera banda criminal. La guerra por el poder local hace mucho tiempo desatada por las Farc las ha puesto en antagonismo principal con la clase ganadera a la que pertenecen el presidente Uribe y su familia. El enemigo oligarca tradicional, los grandes banqueros de Bogotá, por ejemplo, pasaron al plano abstracto del manual reglamentario del buen guerrillero. En el desarrollo de esa lucha armada tenían que aparecer los paramilitares y quedar la población civil inerme en el fuego cruzado.

Consumado caballista, el nuevo presidente ha sentenciado: 'El caballo exige que, antes de pensar en disciplinarlo, uno tenga que disciplinarse a sí mismo para lograr el equilibrio. Porque el caballo no acepta zalamería ni maltrato; exige equilibrio. Lo mismo que exige el Gobierno'. Esperemos que mantenga ese equilibrio cuando examine las opciones para enfrentar política, ideológica y militarmente a la guerrilla. Por ahora sigue afiliado a fórmulas manidas de estrategia contrainsurgente -'la guerra al terrorismo', como ahora se llama-, que, al igual que 'la guerra a las drogas', parece condenada a sembrar más desorden, ilegitimidad y miseria, siempre en desmedro de las libertades públicas aunque siempre en su nombre.

* es historiador colombiano. Su último libro, con Frank Safford, Colombia: fragmented land, divided society (Oxford University Press, 2002). Es profesor investigador del Colegio de México.

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