UNA POSTAL PARA EL KINDER
Pese a tanto lápiz roto, mientras trabajaba, empujaron ustedes la puerta de mi oficina y aparecieron con una torta y una botella de vino. Sobre la torta se erguía una indefensa banderita fabricada con un lápiz y un trozo de papel. Tenía, bajo el logotipo de SEMANA, un letrero escrito a mano: "Quédate, Plinio". Nos comimos la torta y espero no calumniarlos diciendo que en vez de una nos bebimos tres botellas de vino. La banderita está ahora sobre mi mesa de trabajo, en París, en el cubo de los lápices, llenándome a toda hora de sentimientos de culpa.
Guardo también aquel par de páginas que ustedes me dieron antes de partir. Diagramadas con todo refinamiento, en ellas puso cada cual su foto y un texto de despedida. Allí está, completo, el kínder mi kínder: los redactores que ya ilegaron al salón que convinimos en llamar de las grandes ligas y los codiciosos debutantes de las ligas menores, que están calentando el brazo en el jardin izquierdo para matarle el punto a los primeros. Viendo aquel mosaico de jóvenes de la generación de la "salsa", nadie cree en París que una revista tan seria como SEMANA sea realizada por gente tan poco seria como ustedes.
Si se proponían hacerme sentir como una padre tránsfuga, lo han logrado. Y este París de agosto, de comercios cerrados, de teléfonos mudos, de calles llenas de luz, de días que no se acaban nunca, en vez de borrarla acentúan esta impresión. Vista ya en una perspectiva de tiempo y de espacio, la aventura que todos vivimos de poner a flote una revista asume una dimensión fascinante: la que tiene toda empresa capaz de asociar solidaria, fraternalmente hombres y mujeres entre sí.
Inicialmente no hubo de parte mía, menos de Felipe López, la intención de trabajar exclusivamente con periodistas muy jóvenes. Al contrario andábamos en busca de veteranos que hubiesen recibido ya, de tiempo atrás, su bautismo de fuego en las trincheras del oficio. Pero el ritmo despiadado de la revista, la pasión que exigía y hasta su estilo neutro, riguroso, despersonalizado, sin identificación realizaron por su cuenta un imprevisible corte de generaciones. Roto el fuego,quedaron en el campo sólo los jovenes, los inexpertos, los entusiastas; una infanteria de reclutas, reforzada, en situación de emergencia, por gente de su misma edad.Asi se formo el kinder.
Carlos Mauricio Vega fue uno de los primeros en llegar. Al intrépido como ahora lo llamamos, le interesan temas tales como el terrorismo, la droga, la pornografia y hasta los derrumbes: todo lo exaltante y truculento que produce la patria. ¿Cuántas veces estuvo a punto de renunciar? Llegaba de sus incursiones por los bajos fondos, con cuartillas que echaban humo, para encontrarse con un jefe que las amputaba con crueldad o las convertia en una bola destinada al cesto de la basura luego de quebrar coléricamente el primer lápiz que tuviese a mano. Después, fueron llegando los otros:José Fernando, Eduardito Mackenzie (¿enviado por Arafat?), Pedro Cote, Gallego, el Vaquero, Rubén Dario, Lope, John Brian y el vistoso escuadrón feminista compuesto por Laura, Ana Mercedes, Ana Eugenia. Y a la cabeza de todos, Maria Elvira Samper, el único general en jefe atractivo, frágil y con una colita de caballo que yo he conocido. Todos salsómanos, mamadores de gallo iconoclastas; y todos nacidos ayer.
El equipo resultó representativo del nuevo país al que queriamos llegar. El nuevo país que uno encuentra en universidades, oficinas, cine clubes o discotecas, pobre, agudo, inteligente, crítico, informado o con deseos de informarse, sin pestañas postizas ni zapatos de coctel, al que ya nada le dicen las convenciones liberales ni, con perdón de la admirable Elvira Mendoza, mi hermana los reinados de belleza.
Tal es el perfil de ustedes; y como decimos en Boyacá, Dios me los conserve asi. Cosa extraña, ninguno de ustedes compartia la presumible opción política de la revista. Eran algunos partidarios de Galán, otros de Belisario; había quienes no creían en nada y varios sorprendente y sigilosamente devotos del padre Trostky. Alguna noche (¿lo recuerdan?) acabamos con estos últimos cantando la Internacional, la Bella Ciao y las canciones republicanas de la guerra civil española, en un apartamento de la calle 19. Era como volver a mis veinte años: la; misma ciudad, las m ismas canciones y como dice el tango, afuera lat misma lluvia y el mismo loco, loco afán. Sólo que yo escuchaba aquellos himnos revolucionarios con la misma nostalgia del candor perdido con que escucho los villancicos de navidad de mi infancia.
¿Me creerán ustedes si les digo que, vistas desde la resolana del verano, hasta las más duras cosas de los pasados meses suscitan "saudades"? Por ejemplo, los alrededores de la imprenta, en la zona industrial (una carrilera por la que no pasa ningún tren, perros que vagan sin rumbo), aquellas tardes de sábado cuando con Ponto y los muchachos ibamos en busca de un pan y un café. O la manera suicida como Carlos Mauricio pasaba de noche los semáforos en rojo. "Lo suicida es detenerse", decía. Y para justificar sus temores, una madrugada, al doblar una esquina encontramos un muerto con una bála en la cabeza y las ropas mojadas de llovizna, era un muerto muy muerto y muy triste y muy anónimo. Dos policías lo observaban distraidamente. "Lo tostaron", explicó uno de ellos.
Si, hasta el muerto aquel formó parte de la fiesta. Ya ven: la tarjeta postal está tomando el aire de un testamento. Quizás la culpa es del, calor, de esta inmóvil tarde de verano.
Desde París, los bendice su padre.
Después de un mes de haber regresado a París, donde vive, Plinio Apuleyo Mendoza, el periodista y escritor quien fuera el orientador y el Asesor Técnico de SEMANA en sus primeros meses, envió para nosotros la siguiente nota.