La máxima del paramilitarismo fue la refundación del país, lo que en otros términos se traduce como la transformación de las estructuras del Estado. Pero esta transformación no solo tenía como objetivo la aniquilación, a sangre y fuego, del enemigo, sino también la toma de las instituciones sobre las que se apoyaba ese Estado. De ahí que un abanico de organismos estatales como alcaldías, gobernaciones, concejos municipales, Policía, Ejército y justicia fueran infiltradas con la anuencia de autoridades regionales que no solo le abrieron las puertas de sus despachos a estos nuevos padres de la patria, sino que también incidieron en las posteriores masacres de campesinos, el desplazamiento forzado de miles de estos y las amenazas sistemática de muerte de todos aquellos que se les opusieron.
Las recientes denuncias hechas por el representante y senador electo Iván Cepeda sobre la presencia de grupos paramilitares en la toma de decisiones administrativas de varias universidades del país, no son nuevas. En el 2010, un grupo de desmovilizados del Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia le contó en versión libre a un fiscal cómo en 2004 el Frente Mártires del Valle de Upar convirtió, con el respaldo de las autoridades locales [alcalde, gobernador y el director de DAS seccional] a la Universidad Popular del Cesar en su caja menor. Su poder llegó a tal nivel que no solo nombraban y quitaban rectores a su antojo sino que tampoco se tramitaba un documento sin la autorización de alias “Jorge 40”, quien ordenó el aumento del valor de la matrícula y alzas sistemáticas del canon semestral.
Para nadie es un secreto que al año de la llegada de Uribe al poder, las universidades públicas del país entraron en crisis, las intenciones de privatización empezaron a concretarse y el paramilitarismo se convirtió en el órgano rector de la educación superior en Colombia. La Universidad del Atlántico vivió quizá el momento más desastroso de su historia, pues el Bloque Norte amenazó de muerte a más 800 sindicalistas, persiguió a más de 1000 estudiantes, asesinó a 20 de estos y masacró a 17 profesores, todo bajo el consentimiento de la administración del alma máter y de las autoridades locales que siempre miraron para el otro lado.
El miedo a opinar, a expresar los desacuerdos sobre cómo se tomaban las decisiones en la universidad, invadió las aulas, los pasillos y hasta la sala de los profesores. Uno de los 17 asesinados fue el docente Alfredo Martín Castro Haydar, quien desempeñó también funciones administrativas y que un día de 0ctubre de 2000 varios disparos impactaron su humanidad y por cuyo crimen fue condenado el exparamilitar Hernán Giraldo Serna, jefe del frente Resistencia Tayrona de las Autodefensas Unidas de Colombia.
No es de extrañar entonces que fuera en Córdoba, la cuna del paramilitarismo en Colombia, que los profesores de la universidad pública que se oponían a la gestión de rectores impuestos por Castaño y Mancuso fueran asesinados como ejemplo para todos aquellos que protestaban en los corredores y plazas del primer centro de educación superior del departamento. Por decir que las directivas de la universidad debían escogerse democráticamente, es decir, por elecciones internas, las balas acabaron una tarde con la vida del profesor Francisco Aguilar Madera. Un año más tarde los mismos pistoleros acribillaron a Alberto Alzate Patiño y, poco después, una ráfaga de ametralladora cegó la vida de Misael Díaz Urzola porque expresó abiertamente que los representantes de los estudiantes ante los distintos estamentos de la universidad debían escogerse mediante elección popular y no a dedo.
Los estudiantes que se manifestaron en contra de los asesinatos de sus profesores, tuvieron que abandonar sus carreras y salir del país porque sus nombres encabezaban una lista que se hizo correr por toda la ciudad. La respuesta, sin duda, fue una estampida. Las denuncias ante la Fiscalía no dieron resultados y algunos chicos fueron secuestrados y liberados más tarde con la consabida advertencia.
Poco antes de la reelección del presidente Uribe, el rector de la Universidad del Magdalena, Juan Carlos Dib Diazgranados, fue interceptado, de regreso a su casa, por un par de hombres fuertemente armados que le comunicaron que ‘Jorge 40’ le ordenaba abandonar la rectoría. Para demostrarle que las amenazas iban en serio, días después tirotearon a Hugo Maduro, un joven líder estudiantil, cercano a Dib Diazgranados.
Siguieron con Julio Otero Muñoz, vicerrector de investigaciones, y poco después una ráfaga de tiros acabó con la vida de Roque Morelli, decano de educación. Según un informe de agosto de 2007 de la Revista Cambio, la presión ejercida sobre el rector estaba relacionada con los 60 mil millones de pesos que serían girados para el presupuesto 2008 del alma máter y la escogencia de un nuevo rector que estuviera a la altura del proyecto político paramilitar: la refundación del Estado.
Sin duda, no nos alcanzaría este espacio para ilustrar con ejemplos los numerosos hechos de sangre de que han sido víctimas los estudiantes, profesores, sindicalistas y administrativos de las universidades públicas del país. No nos alcanzaría para nombrar los muertos de la Nacional de Bogotá, ni los masacrados y desaparecido de la Universidad de Antioquia, ni la Pedagógica Nacional, ni la Distrital Francisco José de Caldas. Y no nos alcanzaría porque la lista es larga y el río de sangre desborda su propia orilla.
Reza un adagio de que los pueblos se merecen a sus gobernantes, aunque creo que nadie se merezca morir por uno de estos. Pero no hay duda de que la historia podría repetirse si por esas cosas de nuestra torcida y estomacal democracia, un emisario de Álvaro Uribe llega al poder. El fatídico ‘baile rojo’ podría reiniciar su ritmo acelerado y llevarse consigo lo que, hasta ahora, no había podido.
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*Docente universitario.