OPINIÓN

Vacas, palmas y aguacates

¿Aguacates en vez del bosque? ¿Cultivos de exportación como matriz para el paisaje de la palma? Mejor que las vacas y el potrero diríamos algunos apresuradamente, sin pensar acaso que el desierto de kikuyo que alimenta la ganadería no necesariamente es distinto que el desierto de árboles que alimentan las cadenas de comida rápida mexicana.

Brigitte Baptiste, Brigitte Baptiste
22 de noviembre de 2017

Una muy querida amiga y luchadora de causas ambientales me llama la atención acerca de la expansión de cultivos de aguacate en el Valle de Cocora, el paisaje emblemático de la palma de cera del Quindío.

La imagen que tenemos de esa región, de inmensos potreros abiertos en los cuales crece la monumental palma, heroica, resistente, es sin duda evocadora y parte del imaginario nacional: solo en la muerte del bosque y su reemplazo por el uso ganadero a finales del siglo XIX la palma adquirió su visibilidad como especie majestuosa, haciendo del carácter solitario con que se expresa en Salento motivo de solidaridad y lucha aguerrida contra la extinción.

El futuro del planeta requiere actos radicales, es cierto, pero el dilema de la transformación del paisaje de esta hermosa y turística región del Quindío también exige un poco de perspectiva, como en todos los casos en los que el cambio de uso del suelo o del canon arquitectónico (por no hablar de la moda) implica un sacudón identitario.

Recordemos que Colombia solo es oficialmente cafetera hace 150 años, antes lo fue tabacalera, quinera, esmeraldífera. Y que ahora, en contra de la voluntad de muchos, es cocalera, aurífera y deforestadora; no hay remedio.

El ideal biológico sería por supuesto que todo el Valle de Cocora fuese restaurado para que las escasas 3.000 palmas fósiles que aún se yerguen condenadas pudiesen esparcir su semilla y volver a acrecentar su población silvestre dentro de la sombra acogedora de la selva andina, indispensable para sobrevivir como especie.

A pocos kilómetros, centenares de miles de palmas se yerguen al otro lado de la vertiente, entre Tochecito y Cajamarca, protegidas solo por la voluntad de los propietarios de tierra ante las dificultades para declarar un área protegida pese a la importancia mundial y regional, que no turística, del área.

El escenario normal de la palma conservada en medio del bosque, paradójicamente, la ocultaría un poco, minimizaría su estoica presencia entre la niebla, su estética manera de morir, de pie, lo que consumen los visitantes: el colapso de un ecosistema.

¿Aguacates en vez del bosque? ¿Cultivos de exportación como matriz para el paisaje de la palma? Mejor que las vacas y el potrero diríamos algunos apresuradamente, sin pensar acaso que el desierto de kikuyo que alimenta la ganadería no necesariamente es distinto que el desierto de árboles que alimentan las cadenas de comida rápida mexicana, a menos que los cultivadores de aguacate tomen la decisión de que su plantación será definitivamente amigable con la recuperación de la Ceroxylon, que no es un paso más complejo que el que algunos ganaderos ya están dando: una estrategia de convivencia, de transición ecológica del paisaje hacia un modelo más amable con la biodiversidad, tal vez sin la pirotecnia de la escenografía apocalíptica, tal vez más natural, como si la gente y las palmas hubiésemos, por convicción y afecto, aprendido a vivir juntas.

Gracias a mi amiga, quien plantea de corazón las dudas que tenemos muchos acerca de las transformaciones ecológicas y sociales que requiere la Colombia sostenible y quien suscita las preguntas que el inevitable devenir del tiempo marca en el territorio.

*Directora General Instituto Humboldt

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