Opinión
Vamos bien
Esto no es una invitación para la guerra, solo es un llamado para que no se renuncie al deber constitucional de garantizar la seguridad de los colombianos.
El presidente de la república se dirigió al Congreso con motivo de dar apertura a la nueva legislatura; como es tradicional cada 20 de julio, habló y escuchó. Durante las casi dos horas de su intervención, trató de hacer un resumen de lo que ha sido su trabajo de gobierno en casi un año de estar al frente de la administración del Estado. En el grueso de su exposición, en esencia repitió lo mismo que ha venido planteando en todos los escenarios nacionales y en los más de 20 internacionales en los cuales ha participado.
Los mensajes que el mandatario pretendió hacer llegar fueron muchos, algunos con su acostumbrada carga de lucha de clases, entre los menos y los más, otros cargados de sueños y buenas intenciones. Nos presentó el panorama apocalíptico de la sexta extinción, derivada de los efectos del cambio climático, lo que genera la necesidad de descarbonizar al mundo y la imperativo que es el comenzar a transitar por el camino de las tecnologías limpias y lograr una economía igual, lo que no tiene discusión; lo único que comentaría sobre este tema específico es que el presidente pretende cambiar a las viejas generaciones, ya “carbonizadas”, si vale el término, sin mirar cómo desde la educación de las nuevas, por la cual se interesa tanto, se debe atacar precisamente esa cultura del petróleo, del carbón, y la forma como se mira la riqueza, pues a nosotros, los viejos, se nos hace difícil el digerir un concepto diferente que no sea el basado en el trabajo, la propiedad y el consumo. Sobre su discurso les queda a los economistas y a otros expertos para que revisen sus planteamientos sobre la productividad y su relación con el valor real de los salarios. Sobre cómo fortalecer las actividades económicas no extractivas, especialmente la del turismo, en un país donde se maltrata a los visitantes y donde la infraestructura para recibirlos es precaria, por no decir lo más, y como ejemplo de ello basta solo mirar a Cartagena y el desastre que se observa cuando se visita el parque Tayrona.
No he podido conciliar mi pensamiento con el del presidente cuando este mantiene la tesis de que la paz es consecuencia de la prosperidad social y para ello se deben hacer inversiones que promuevan todos los aspectos que la hacen posible. La discrepancia de mi parte va en sintonía con el orden de su discurso, pues en la primera mitad del tiempo dado para él, se dedicó, dentro de esa visión apocalíptica, a profundizar en su propuesta de cómo salvar al mundo de esos monstruos destructores llamados carbón y petróleo. La segunda mitad de su exposición ya fue mas orientada a la forma como ve la realidad de país, dejando como último tema el de la paz. En este aspecto y contraria a la postura presidencial, considero que la paz es la base de la prosperidad social y no consecuencia de ella, pues solo un ambiente de paz basado en la seguridad permite el trabajo armónico, la inversión, la confianza; es la generadora de las condiciones para elevar el nivel de vida y si la paz, que se materializa con la seguridad en todas las dimensiones, está ausente, es imposible lograr la prosperidad que plantea el presidente de todos los colombianos. Lo anterior no descalifica la necesidad de hacer inversion social fuerte en donde realmente se necesita.
El auditorio, alguna parte de él, aplaudió las cifras presentadas del 60 % y del 55 % en la reducción de bajas de soldados y policías, respectivamente, como consecuencia de la política de ‘paz total’. El resto de los asistentes no lo hicieron, seguramente porque sabían que mientras el presidente estaba en San Andrés haciendo su ejercicio de soberanía y ya durante su discurso, en los pueblos de Argelia y el bordo en el Cauca se presentaban ataques contra la fuerza pública: en Jamundí (Valle del Cauca) dos atentados simultáneos con granadas de mano, y en el Putumayo las imágenes de cuerpos de personas asesinadas tirados en el piso, otros llevados en motocicletas y al hombro, inundaban las redes sociales y nos mostraban que se estaba hablando de dos realidades distintas de país.
Me causó de alguna manera sorpresa el escucharle decir que “la guerra entre el estado la insurgencia se había acabado” y que se entraba a una tercera fase de la violencia. Su apreciación es tardía, muy tardía, pues aunque tiene razón al decir que la lucha ya no es por la toma del poder vía de la lucha armada, como en efecto era la intención final de los movimientos guerrilleros hace unos años, se equivoca al manifestar que ya no es un enfrentamiento contra el Estado y su error radica en pretender desconocer que no lo sea el que una estructura criminal se organice, se arme, se equipe, se entrene y además adelante acciones criminales contra la sociedad, contra la fuerza pública del estado, contra las autoridades administrativas del estado y que de alguna manera obligue al mismo Estado a negociar con ella, así las motivaciones de su delinquir no sean políticas.
La intención de la toma del poder por medio de la lucha armada, propia de las organizaciones irregulares con ideologías de los años 60, fue sucumbiendo en la medida que el negocio del narcotráfico fue siendo asumido por los movimientos, en casi toda la línea del proceso, la que va desde el cultivo de la hoja de coca, hasta el procesamiento y venta del alcaloide y ya no solo cobrando impuestos o el llamado gramaje a sus originales precursores, los carteles o mafias del trafico internacional, y adicional a eso, incursionando en otros ambientes generadores de economías ilícitas, como es la minería, la tala de bosques, eso sí, sin descuidar sus actividades tradicionales de financiamiento tales como el secuestro y la extorsión, lo que es más rentable que intentar apropiarse del gobierno, en una lucha armada sin mucho futuro. Ese escenario lleva más de una década de desarrollo en nuestro país, por eso la insistencia desde el seno de la fuerza pública y de algunos círculos de la política nacional para no concederles estatus político y mucho menos clasificar sus acciones criminales como delitos de esa naturaleza o conexos y consecuentemente alguna la oposición a un proceso de negociación, lleno de beneficios sin que de alguna manera se le castigue sus crímenes.
A los grupos armados ilegales ya no les interesa desde hace años derrocar al gobierno y tomarse por la fuerza a las instituciones del estado, pues de alguna manera ya están allí y concuerdo con el doctor Petro, que en efecto el interés de esos grupos armados, es mantener el control territorial de aquellas regiones en donde tienen el poder sobre los recursos que constituyen el eje de su economía ilícita, recuperar su capacidad de cogobierno, como lo hicieron durante décadas en zonas como Arauca, Casanare y Cauca, entre otras, para obtener el manejo de la contratación en gobernaciones y municipios. La tercera fase de la violencia como lo señala el señor Presidente, no está comenzando, esa fase lleva años en desarrollo; las guerras así como los conflictos, no se acaban; se pausan, cambian de forma y los intervalos entre una forma y la otra, solo son espacios de ajustes para continuarlas.
Mi lectura sobre la presentación del señor presidente ante el Congreso es que él está preocupado por los resultados de la ‘paz total’ y desde ya nos esta preparando para el panorama futuro, donde después de los acuerdos con ELN y con la Segunda Marquetalia, el Estado seguirá enfrentando a las disidencias de estas organizaciones, “nuevas disidencias” que no van a abandonar sus jugosas actividades de economía ilegal, más cuando el Estado de alguna manera ha renunciado a enfrentarlos, dejando los territorios despejados de fuerza pública, para que se consoliden militar y financieramente, y es precisamente en ese momento que estaremos en la tercera fase, no de la violencia, sino de las nuevas disidencias, que estarán allí aterrorizando, secuestrando y llenado sus caletas de dinero, mientras someten a la sociedad y en espera que llegue otro gobierno que les extienda nuevamente la mano de la paz, o que por el contrario haga uso de la fuerza legítima del estado para someterlos e imponer condiciones basadas en justicia y autoridad y no negociar con delincuentes como ahora, pues esa es la pregunta del pueblo colombiano que deja planteada el presidente con su discurso ¿si la lucha armada ya no es para la toma del poder, entonces porqué se negocia con delincuentes?
Igualmente, en el clamor del presidente por un acuerdo nacional, que fue lo mas conciliador de sus palabras, manifiesta que es tiempo de ceder, pero no queda claro en qué, ¿en la justicia?, ¿en la autoridad? De pronto paso inadvertida las palabras, en un momento de su balance de proyectos, “vamos bien”, no como una pregunta sino como una afirmación categórica y no es el presidente, sino el pueblo, quien debe decir sí en efecto vamos bien o no. Los porcentajes presentados en la reducción de muertos de la fuerza pública, es una forma perversa de evaluar lo que esta pasando hoy en materia de seguridad en el país (la JEP criticó el uso de estadísticas de bajas para medir el fenómeno de la seguridad y dice que eso dio lugar a los llamados “falsos positivos”). Si no se persigue a los delincuentes, si no se les combate, si se les permite que se paseen por el territorio sin oposición alguna, como ya lo hacen, muy seguramente esos indicadores van a aumentar, pues bien decía mi abuelo “lo mas fácil es hacer nada” y si no se asumen riesgos muy posiblemente no vamos a tener muertos, ni heridos, de la fuerza pública lógicamente, pero en las regiones, los delincuentes están tomando fuerza, se están armando, están reclutando y para que el Estado después recupere el tiempo y el terreno perdido, va a costar muchas vidas, más que las que se están mostrando ahora como salvadas (muchas se perdieron en Marquetalia, Casa Verde, la recuperación de la zona de despeje).
Durante los acuerdos de La Habana, ciertamente se produjo un desescalamiento de las operaciones, que evitó combates y pérdidas de vidas, pero también hay que decirlo, mientras en Cuba celebraban la paz con ron, en Colombia caían heridos soldados, los cuales no eran llevados al Hospital Militar para no desdibujar las estadísticas, que el presidente Petro citó frente al Congreso, y algunos asesinatos de soldados eran atribuidos a otros actores, para no entorpecer los diálogos. Mientras escribo, un carro bomba estalla en Tame, arrebatando la vida de varios soldados y en Jamundí, en el Valle, estalla la tercera granada en 48 horas. Esto no es una invitación para la guerra, solo es un llamado para que no se renuncie al deber constitucional de garantizar la seguridad de los colombianos. ¿Vamos bien? El tiempo y el pueblo lo dirán.