Opinión
Vanidad presidencial
Ninguna crítica es válida para un Presiente absorbido en su propio espejo y enceguecido de poder que prefirió desestabilizar su propio equipo de trabajo cuando recibió señalamientos.
El Presidente Gustavo Petro se ha creído merecedor de una alfombra tan grande como su vanidad. Algo en común con Alejandro Gaviria, quien, en su afán de pertenecer, destacar y embeberse de poder, se dejó cegar por el egoísmo, la credulidad y la ilusión. A Gaviria le tocó abandonar el gabinete por confrontar una reforma presidencial desde la orilla donde siempre debió hacerlo: la de oposición. No es para menos, pues la propuesta presentada por la ministra Carolina Corcho desdibuja un sistema que, aun con sus dificultades, ha permitido el 99,6% de cobertura en el aseguramiento universal y que durante muchos años el mismo Gaviria ayudó a consolidar.
Alejandro Gaviria no es un héroe. Hoy parece el gran líder que confrontó a su jefe autoritario y terco con sus ideas y sus tecnicismos. Pero no hay que olvidar que aún, con sus opiniones sobre el posible mandato de Gustavo Petro que hoy son profecías autocumplidas, aceptó ser parte de este Gobierno. Traicionó la confianza del centro, renunció a sus propios principios, a la versión de sí mismo que sabía que esto no iba a salir bien y que este Gobierno se distanciaba abismalmente de lo que muchos -o pocos- de sus votantes vieron en él. El académico, técnico y defensor de las libertades se dejó envolver por su propia vanidad. No es una víctima, es un victimario más.
Pero el verdadero narcisismo de este nuevo drama político nacional está en la cabeza. Un jefe de estado que está dispuesto a todo, con tal de ver sus reformas nacer. No fue solamente el exministro de Educación quien alzó la voz para mostrar sus preocupaciones, para presentar propuestas o para trabajar conjuntamente por entregar un pliego sólido y coherente ante el Congreso de la República. El documento filtrado en los últimos días muestra también las intranquilidades del Ministro de Hacienda, la Ministra de Agricultura y el Director del Departamento Nacional de Planeación. Algunas de estas son la falta de claridad en el impacto fiscal del proyecto, el mismo concepto de EPS al interior de la reforma, lo confuso que resulta el modelo mixto de aseguramiento, y las nuevas normas que regulan el manejo de recursos y la administración de los distintos fondos.
Ninguna crítica es válida para un Presiente absorbido en su propio espejo y enceguecido de poder que prefirió desestabilizar su propio equipo de trabajo cuando recibió señalamientos. Petro decidió anunciar la salida del Ministro de Educación y notificar tan solo unos minutos antes –por intermedio de su Jefe de Gabinete- la de María Isabel Urrutia y Patricia Ariza. Estas dos últimas modificaciones inentendibles en el contexto de la reforma a la salud. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que estos cambios se dieron luego de la reunión con César Gaviria, líder del Partido Liberal; Dilian Francisca Toro, líder del Partido de la U; y Efraín Cepeda, líder del Partido Conservador ¿Podríamos creer que el Presidente decidió entregar a dos de sus ministras para fortalecer las necesidades burocráticas de los partidos tradicionales del país?
Petro nos está llevando a límites irreales con tal de ver su ego por encima de todo. Incluso de las mismas razones por las que sus electores lo escogieron que, aunque muchos se mantienen leales y ciegos, poco a poco algunos van despertando y viendo la película que ya observamos muchos durante su periodo en la Alcaldía de Bogotá. En 6 meses van 12 modificaciones en cargos importantes del país. Sumadas a las 3 anunciadas el pasado lunes están las de Felipe Bayón, Presidente de Ecopetrol; Concha Baracaldo, Directora del ICBF; Belizza Ruíz, Viceministra de Minas; Flor Esther Salazar, Viceministra del Trabajo; tres secretarios generales del Ministerio de Salud; un secretario general del Departamento para la Prosperidad Social y una Subdirectora en la Presidencia. Un total desastre.
Se desató en poco tiempo el caos de gobernanza que esperábamos del Presidente. Ese mismo que parece sufrir lo que podríamos llamar el Síndrome de Alejandro Magno: un hombre que siente y aspira a lo inmenso, a lo ilimitado, a lo irracional, avivado por la sed de ser único e irrefutable, sesgado por su poder y vanidad que exclama: “En mí se agita la levadura avasalladora de una divinidad prometida, esperada, próxima, el instinto y querer ser más que un hombre, de ser ya un semidiós, de poder llegar a ser un Dios”.