OPINIÓN

Ver ballenas con Fajardo

Pero no era un cachalote: era otra ballena jorobada. Jorobada, pensé para mis adentros, como Colombia, este país en el que acribillan líderes sociales, mientras el presidente electo sugiere la alineación de la Selección Colombia.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
7 de julio de 2018

Supongo que la noticia de que a Álvaro Uribe lo tumbó un caballo me hizo soñar esta semana que me iba a ver ballenas con Sergio Fajardo: a lo mejor la
relación entre políticos y animales fue la que me indujo a semejante experiencia onírica, de la que no me recupero.

Fue la noche del martes, lo recuerdo porque ese mismo día la yegua del expresidente le modificó una costilla. No me gusta decir que la hizo trizas. Ni trizas ni risas. Y risas menos, porque nada duele más que reírse con una costilla rota. El hecho es que, tan pronto como lo anunciaron en el noticiero, lo lamenté. Dios mediante no sea nada grave, me dije: Dios mediante la yegua no haya “neutralizado” la costilla del doctor Uribe, por decirlo con los términos en que el senador José Obdulio se refiere al periodista que le incomoda. Dios mediante todo se resuelva inmovilizándolo (al periodista que lo incomoda, quiero decir: y al doctor Uribe de paso, para que repose y esa costilla pegue bien, como pegan los machos. Porque, si me permiten la analogía bíblica, de esa costilla primigenia nació Iván Duque: fue hecha a imagen y semejanza del Presidente Eterno, para que repoblara la patria).

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Fue la noche del martes, digo, y sucedió así: cerré los ojos, todavía llorosos por la derrota de la Selección Colombia, y aparecí entre brumas en la costa Pacífica de Colombia, un hiriente oxímoron de nuestro platanal. Porque pocas cosas existen tan violentas como nuestro Pacífico.

El asunto es que a mi lado estaba Sergio Fajardo en bicicleteros y con camiseta del DIM, y me decía que siquiera nos habíamos escapado de la realidad política, tan densa por el triunfo de Iván Duque, tan espesa por las críticas de los petristas contra quienes no osamos votar por Petro, malditos de nosotros, idiotas útiles de los inútiles, escorias de la ultraderecha, culpables de nuevas muertes.

Pero no era un cachalote: era otra ballena jorobada. Jorobada, pensé para mis adentros, como Colombia, este país en el que acribillan líderes sociales, mientras el presidente electo sugiere la alineación de la Selección Colombia


–Vámonos a ver ballenas –me decía Sergio–, que este país no se soporta.

–El problema –le decía yo– es que estas ballenas son esquivas…

–Como el triunfo –me animaba él–, pero tranquilo: se puede.

Nos montábamos entonces en una pequeña lancha. Navegábamos hasta un claro en que, según decía Fajardo, solían aparearse las ballenas.

–¿Qué tipo de ballenas son?

–No sé –respondía, sincero–: acá no me entra el Google.

Apagamos el motor para quedar a la deriva, y por horas no vislumbrábamos nada. La hipotermia comenzaba a sacarnos arrugas en las manos. Sergio tiritaba, pero no perdía la fe.

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–En cualquier momento salen. Somos la fuerza de la esperanza. Se puede –me decía.

A mí, en cambio, comenzaba a fundirme la persistencia del hombre, su forma de hablar con eslóganes, su indignante dulzura. Pensé en pedirle que suspendiéramos e invitarlo, a cambio, a una plenaria en el Senado: si se trataba de ver cetáceos, esa podía ser una opción. El lugar está lleno de delfines.
Pero entonces sucedió. Una bestia sideral rompió el aire con un salto magnífico, hizo trastabillar la lancha, y pudimos ver de cerca, en todo su esplendor, a las ballenas del Pacífico.

–¡Mira! –exclamó Sergio–: ¡su dorso es blanco, como nuestro voto!

–Y nadie lo estigmatiza por serlo –le dije.

–¡Se puede!

Durante breves minutos felices las ballenas subían a la superficie, fugaces pero ciertas, como las opciones de ganar que tuvo el propio Fajardo. La piel era un relámpago brillante, y parecía de hule.

–Estas ballenas –anotó Sergio– buscan el clima tibio.

–Como nosotros –respondí.

–Y mírales la piel: todo les resbala.

–Así deberíamos ser los del voto en blanco ante los insultos.

Cuánto tiempo navegamos sin navegar, la mirada perdida en el asombro de las ballenas del Pacífico, no podría decirlo con certeza.

–¡Parece un cachalote! –dijo de repente él.

–Sí, Sergio, pero estoy a dieta: ya rebajaré. Se puede.

–Me refiero a la ballena de atrás.

Pero no era un cachalote: era otra ballena jorobada. Jorobada, pensé para mis adentros, como Colombia, este país en el que acribillan líderes sociales, mientras el presidente electo sugiere la alineación de la Selección Colombia.

–Estos bichos viajan de un polo al otro –rompió Sergio.

–Son ballenas polarizadas…

–Y algunas comen plancton –me explicó, más profesor que nunca.

Un largo silencio contemplativo se apoderó de nosotros. Por un instante inmenso, logré abstraerme del mundo y contemplé a fondo cada ejemplar, su belleza imposible. No me importaba que la política colombiana fuera un péndulo que se estira entre Petro y Uribe; no me importaba la derrota de la selección: al final estaban las ballenas y nada más. Comían plancton.

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Entonces Sergio se lanzó al agua. Una vez más. Y me hizo señas con la mano. Instintivamente lo seguí: no en vano es mi líder. Ya caía la tarde cuando se trepó en el lomo de una ballena, como si fuera una cicla; y me invitó a hacer lo propio.

Nos fuimos ambos, entonces, a lomo de ballena limpia, de brinco en brinco, en busca del poniente, mientras yo pensaba que vivir en Colombia era como reírse con una costilla rota, y la matanza de líderes presagiaba la dinámica de nuestro futuro, y Petro convocaba un plantón. O plancton, para decirlo en los términos amables con las ballenas. Se puede.

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