Opinión
Volvamos al amor, al matrimonio y a la familia
Una nueva casta de ungidos que no solo declara caducas las costumbres tradicionales, sino que impone, de manera autoritaria e intolerante, su visión de las relaciones, la familia y el rol del Estado.
Durante décadas, los intelectuales, algunos economistas y muchos políticos socialistas libraron una guerra sin cuartel contra las instituciones humanas y sociales. Una contracultura que hoy, sin reflejar el sentir de las mayorías o sus expectativas, ha copado centros de poder en la prensa, en la justicia y en el Estado para imponer agendas progresistas. Una nueva casta de ungidos que no solo declara caducas las costumbres tradicionales, sino que impone, de manera autoritaria e intolerante, su visión de las relaciones, la familia y el rol del Estado. Su triunfo más reciente, el divorcio exprés.
La revolución sexual de los sesenta, que rebosó progresivamente la copa de los países desarrollados para inundar muchas culturas del subdesarrollo, como la colombiana, le dio un golpe mortal a la forma en que las parejas se relacionan. La nueva inteligentsia, mezcla de intelectuales empoderados e influyentes y políticos simplistas y copiones, importaron del primer mundo políticas públicas que debilitaron contratos milenarios como el del matrimonio y desacreditaron y desprotegieron las uniones familiares estables.
De la mano de estas “transformaciones sociales”, se impuso la agenda del control agresivo de la natalidad como panacea para el desarrollo económico de los más humildes. La contracepción masificada y la promoción del aborto han sido, en parte, responsables de la caída progresiva de la natalidad.
Los planificadores que antaño impusieron esta agenda, hoy levantan las cejas escandalizados frente a la caída abrupta y grave de la natalidad. La prosperidad que prometieron, en cambio, no llegó.
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Al tiempo, desde los sesenta, nuestro país, como otros, se dedicó a importar las doctrinas del estado bienestar, favoreciendo unos pocos y creando útil burocracia para la clase política.
El ejemplo más diciente de la desastrosa obsesión con el estado bienestar tropical es, sin duda, el régimen de prima media con prestación definida. Un monumental subsidio a la clase media que es, sin duda, la mayor fuente de desigualdad en la historia del país. Hoy resulta rehabilitado y potenciado en un claro suicidio fiscal, reconocido incluso por los promotores de la reforma pensional. Se suman al despropósito rentista del Estado los diversos y subsidiados regímenes pensionales públicos, del Congreso a Adpostal, pasando por Ferrocarriles hasta Ecopetrol. Otro ejemplo más es nuestro sistema de salud, perpetuamente desfinanciado por la pretensión populista, ya añeja y siempre ocultada, de ampliar el régimen subsidiado hasta más de la mitad de los usuarios, eximiendo grandes porciones de la población de cotizar a su salud.
Toda esta “pirámide” de rentas, beneficios y privilegios ha llegado a su punto de quiebre definitivo. El populismo y la demagogia, que venía de antes, pero se ha exacerbado en el Gobierno del Cambio, sin duda tienen gran responsabilidad en la debacle fiscal que ya se materializa en un Estado que no cumple con el pago de sus nóminas inútiles y que, por más que exprime, ya no recauda.
Otra causa de la debacle es la opresión fiscal y regulatoria sobre el sector productivo, en medio del fracaso del Estado en todas sus misiones fundamentales.
Otra más, la pérdida de productividad y competitividad generada por la pésima educación pública y la cascada de sobrecostos comparativos en lo laboral, en lo logístico o la inseguridad.
Queda otra causa no menor: la caída de la tasa de natalidad. En algo compensada, de rebote, por la extraordinaria migración venezolana de los últimos ocho años, la falta de crecimiento poblacional nos golpea más porque, precisamente, el Estado nunca cumple sus promesas, en particular la de educación de calidad. Seguimos dependiendo de la mano de obra barata en lo poco que somos competitivos para exportar.
El impacto en nuestra economía de la falta de hijos es brutal. Una juventud que envejece sin hijos, absorta en un consumismo habilitado por la ausencia de responsabilidades parentales, no reemplaza el motor virtuoso de la familia.
La formación de familias con compromiso y vocación de permanencia, centradas en la reproducción, genera un sin número de beneficios no reemplazables por el hogar unipersonal o las uniones ocasionales. Los hijos traen infinidad de gastos, motivan el ahorro e impulsan la productividad de los padres. Cuando los hijos crecen en hogares dúo parentales permanentes logran mejor desarrollo académico, son más estables emocionalmente y logran progreso económico. Los hogares y personas con uniones estables alrededor del matrimonio son menos propensos al abuso, la violencia, la marginación y la enfermedad mental.
Ciudadanos que consideran la posesión de una mascota como un logro de vida, que se endeudan obsesivamente para atender su deseo de entretención o que construyen efímeras biografías digitales con su turismo de ocasión, no reemplazarán para la sociedad ni para la economía el poder y los beneficios del matrimonio y la familia.
Hablan obsesivamente del sexo, de sensualidad y de consumo. Glorifican el egoísmo y la individualidad. Se llenan de causas externas, lejanas o mitológicas, rechazando la realización personal a través del amor, la responsabilidad, la entrega y la construcción de familia y de futuro. Pontifican sobre valores que el Estado debe imponer, pero que no aplican en lo personal.
El fracaso perpetuo del Estado y los intelectuales de la contracultura tienen mucha responsabilidad en esta crisis de natalidad, de matrimonio y de familia. También la tiene la degradación de nuestra cultura.
Hoy, de cara a 2025, los invito a creer de nuevo en el futuro, en la virtud del amor, en la sabiduría del matrimonio, en el poder de la familia y de nuestra prole. Hagamos del crecimiento de la natalidad y la recuperación de la familia no solo un propósito de humanidad, sino también la mejor inversión en nuestro futuro.