Rolando González

OPINIÓN

¿Y quién responde por los daños?

El daño que sufre la ciudad tanto en sus bienes públicos como en los privados producto de las protestas teñidas de violencia, debe frenarse.

14 de mayo de 2021

La ciudad lleva dos semanas en protestas sociales en las calles, aunque varias han sido pacíficas, otras alteran el orden público y rayan con el vandalismo, afectando el derecho a la movilidad y al trabajo de miles de bogotanos. A más de 500.000 personas al día les ha tocado caminar horas cuando el sistema TransMilenio es cerrado o es víctima de un bloqueo, sin mencionar que la mayoría de estos usuarios son mujeres de los estratos 1 y 2 de la ciudad.

Lo que nos conlleva a reflexionar sobre el concepto del derecho a la ciudad acuñado por Jordi Borja. Señalaba Borja que: “Es en el espacio público donde se expresan los avances y los retrocesos de la democracia tanto en sus dimensiones políticas como sociales y culturales”.

Recientemente hemos sido testigos de cómo las movilizaciones de los últimos años han generado enormes daños colaterales. Los cálculos cada vez son más alarmantes, en las manifestaciones del pasado 9 de septiembre de 2020, se incineraron once buses troncales y dos zonales, cuyos costos ascienden a $14.000 millones. Eso sin contar la destrucción de las estaciones y puntos de pago, que incluso no alcanzaron a ser reconstruidas, cuando evidenciamos esta nueva ola de violencia en las calles.

En las manifestaciones de estos días, los daños al sistema TransMilenio ya ascienden a los $11.000 millones y 52 estaciones fueron cerradas por daños. De 2.357 buses “rojos”, 580 tuvieron algún tipo de afectación y de los 6.200 “azules” 347 fueron atacados y 5 incinerados. De 142 estaciones, 105 fueron atacadas y en algunos casos se ensañaron sobre las mismas destruidas.

Esto nos debe conllevar a pensar: ¿Cual debe ser el papel del espacio público en todos estos conflictos sociales?, ¿por qué hemos perdido el respeto y la apropiación por nuestros bienes públicos que tanto nos cuesta conseguir?, ¿por qué se justifica su destrucción, aludiendo a comparaciones fuera de lugar con actos de corrupción que efectivamente costaron miles de millones o incluso billones de pesos?, y ni hablar del resto de bienes que benefician a los más vulnerables como un colegio oficial que en esta oportunidad fue atracado cuando apenas se está terminando construir. Creo que se nos olvida que detrás de cada andén, de cada ladrillo, estación, bus o estructura de uso público y común, están nuestros recursos, el dinero de todos los colombianos. Y vale la pena recordarlo.

Recientemente conocimos la encuesta del Centro Nacional de Consultoría realizada a una muestra de jóvenes del país. A la pregunta “De los hechos que se han presentado durante el paro, ¿cuáles son los que más daño le han hecho al país?”, el 30 % señaló como respuesta el daño a las propiedades públicas y privadas, y, a la infraestructura de los sistemas de transporte; siendo este el segundo porcentaje más relevante detrás del abuso policial (47 %). A su vez, el 19 % de los jóvenes piensan que el actor principal del Paro Nacional han sido los vándalos, cifra por encima de los sindicatos (14 %) y de la policía (11 %). No obstante, el 69 % de los entrevistados manifestó que sí es posible hacer una protesta sin violencia.

Todas estas cifras dejan mucho que reflexionar sobre la forma como se ejerce el derecho a la manifestación, si el espacio público permite la posibilidad de estar juntos, de compartir un sistema de transporte, un parque, una silla ¿por qué debemos legitimar su destrucción? Pasamos del grafiti, al bloqueo de vías, a la demolición de mobiliario y a la incineración de bienes públicos, como ocurrió con los CAI en Bogotá o de varios edificios gubernamentales en otras zonas del país.

Debemos partir del hecho de que la ciudad nace bajo una premisa de cercanía, donde pasamos de vivir aislados en cuevas para estar juntos, para sacar las ventajas que nos da compartir unos con otros. Resulta difícil comprender las motivaciones ciudadanas que conllevan a que cada hecho de protesta social, se convierta en un escenario de guerra contra lo que nos pertenece a todos.

Ejemplo de ello es la carrera Séptima, la peatonalización de este importante corredor de la ciudad entre la plaza de Bolívar y la calle 26, nos costó $55.000 millones y no es justificable que cada vez que hay una protesta el miedo se apodere de sus transeúntes frecuentes. Lo preocupante es que los más afectados siempre sean los comerciantes, vale la pena recordar que el 56 % de estos inmuebles están dedicados al comercio y que el 89 % operan bajo la modalidad de arriendo.

Con las demoras en la entrega de las obras y la pandemia, muchos predios permanecieron cerrados, los que continuaron abiertos perdieron sus ventas habituales, el empleo se afectó (el 82 % de los negocios trabajan con menos de cinco empleados) y las grandes vitrinas que siempre adornaron este corredor de la ciudad, aún esperan resplandecer con la esperada “reactivación económica”.

Hemos visto recientemente, un auge de ataques no solamente a los bienes públicos sino a los privados, en su mayoría a locales comerciales y financieros, ataques que se han disipado a otras zonas de la ciudad como Chapinero, Suba, Engativá y Kennedy.

Es por eso que quiero cerrar con dos propuestas para los gobiernos distritales y en especial para el de Bogotá, que deben apuntar a establecer mecanismos de prevención del daño; esto implica adoptar una serie de medidas que ayuden a disminuir el impacto de destrucción vandálica que sufren los particulares ajenos a este tipo de manifestaciones.

La primera propuesta es diseñar un programa de acompañamiento jurídico gratuito a los ciudadanos que han sufrido algún tipo de afectación sobre su propiedad y que puede impulsarse desde la Secretaría Jurídica Distrital en Bogotá.

Un segundo aspecto es el establecimiento de un fondo de apoyo de emergencia para que el Distrito entre a cubrir los gastos básicos de los elementos dañados que permita al comerciante reabrir su negocio, incluso la administración distrital puede subrogarse el derecho de reclamación, que permita al distrito recobrar esos valores sobre los particulares que causaron el daño.

Se puede pensar la creación de este fondo de emergencia a través de un porcentaje de las multas por infracciones al Código Nacional de Seguridad y Convivencia. A diciembre de 2020, el saldo en la cuenta por este concepto en Bogotá ascendía a $15.679 millones, recursos que reposaban sin invertirse.

El daño que sufre la ciudad tanto en sus bienes públicos como en los privados producto de las protestas teñidas de violencia, debe frenarse, eso implica ir más allá del trabajo de cultura ciudadana, a buscar aspectos donde funcionen pólizas que permitan a los afectados reducir las cargas ordinarias del daño y donde los ciudadanos seamos conscientes de que estos daños finalmente terminan siendo asumidos por todos nosotros.

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