OPINIÓN

¿Y si voto en blanco me regaña?

Sí: le respira en la nuca el Presidente Eterno. Pero hay que darle chance a su gabinete: a lo mejor Viviane Morales sea ministra de Minas, porque con Carlos Alonso demostró que sabe de joyitas; Simón Gaviria se vuelva ministro de Educación. Y Fabio Valencia se convierta en Alto Comisionado para los No Heterosexuales.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
9 de junio de 2018

No engaño a nadie si digo que desde el pasado 27 de mayo me siento descolocado: sueño todas las noches con que Sergio Fajardo obtiene los 200.000 voticos que le hicieron falta para atajar a Uribe; con que el tiempo se devuelve, y De la Calle se toma otro café, y luego otra cerveza, y luego un Omeprazol, todo esto durante una

conversación que arroja humo blanco a esa alianza. Pero la alianza se esfumó, como el humo; y lo único blanco que vislumbraba en el futuro era mi voto, como se lo comenté en la oficina a un amigo petrista:

–¿Está loco? –me increpó–: ¿cómo diablos piensa votar en blanco?

–No me gusta ninguno –me defendí–: extremos, ni los deportes…

–¿Extremo Petro? ¡Respételo! –me reclamó airadamente–: a los petristas nos están haciendo fama de que somos agresivos, pero el que diga eso que se venga, que se venga y nos encendemos como toca –gritó, acalorado.

Escuche a Daniel Samper Ospina leer su columna:

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Me retracté con una prudencia cercana a la cobardía.

–Lo que digo –musité– es que no me identifico con los dos candidatos, y a lo mejor voto en blanco.

–¡Qué bonito! –me reclamó con ironía–, ¿entonces va a servirle a Uribe de idiota útil?: ¡no ve que votar en blanco es votar por Uribe!

–¿Por Uribe Blanco? –suavicé con un chiste–. ¿Uribe White, mejor dicho?

–¡Es promover el genocidio, promover a los paramilitares!

No sabía yo, pues, que la posible decisión de votar en blanco, que contemplaba como un gesto de mínima coherencia, era prácticamente un asesinato.

–En cambio Petro es el cambio…

–Pero es muy mesiánico –me atreví.

–El proyecto de Petro no es mesiánico –me cortó de un tajo–: sino que el establecimiento no le perdona que sea el único líder capaz de partir las aguas para que el pueblo transite libre, como bien lo dijo en un trino.

No sé en qué momento empezaron a calar en mí sus palabras, pero me descubrí a mí mismo imaginando que sí, que a lo mejor el Moisés Humano podía ser una opción interesante.

–No sea cobarde con su voto –remató mi amigo, con una vehemencia convincente–, aprenda de Roosevelt, de Churchill, de Stalin: fueron capaces de unirse para salvarnos de los nazis.

Stalin, Roosevelt, Hollman Morris. No tenía idea, pues, que por culpa de mi tibieza, corriéramos tanto peligro. Lo pensé, entonces, más a fondo, y decidí cambiarme al petrismo. A lo mejor pueda ser el Churchill de esta historia, me dije; a excepción de Daniel García-Peña, ya no quedan líderes voluminosos y calvos en la izquierda colombiana: ya no quedan gordos humanos. Ahí puedo brillar yo: he ahí mi nicho.

Milité entonces en la sexta mejor candidatura del mundo como me lo exigía la era del voto útil. Regañé a antiguos compañeros de centro por su falta de compromiso. Reconvine, por inmorales, a los ambiguos; increpé, por indecisos, a los que no se pronunciaban. Pero, digo la verdad, las cosas no resultaban sencillas. Me tocaba juntarme con César López a las siete de la mañana de un martes cualquiera para ofrecer serenatas disuasivas a Claudia López; leer las obras de Piketty, de Coetzee, de Gustavo Bolívar, y complementar esas lecturas con la de diversos autores jóvenes y criollos que con sus textos laudatorios sacaban lustre a la estatua en bronce del candidato humano: a su grandeza sideral, a su brillo perpetuo.

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Pero ellos mismos me asustaron, debo decirlo. En el petrismo circulaban intelectuales de tanto peso, que terminé acomplejándome, esa es la verdad. A quienes afirmaban que votar en blanco era repetir la falta de compromiso de los socialdemócratas alemanes, se sumaban otros que decían, con énfasis, que el voto en blanco era también un voto clasista y acomodaticio de un segmento burgués que quiere preservar el statu quo de la sociedad. Tuve que averiguar qué era acomodaticio. Y qué era segmento. Y qué era statu quo. Y qué era sociedad. Qué angustia, me dije: no les doy la talla. A quién quiero engañar: yo también veo a Petro y veo a Nerón, el Nerón que refundará la Roma Humana. Pero militar a su lado exige una talla intelectual –y una superioridad moral– de las que carezco. 

Humilde y disminuido, entonces, pensé en volverme duquista. No uribista: duquista. Mal que bien, la Unidad Nacional en pleno adhirió a esa candidatura: solo falta que lo haga Santos. Y mal que bien, además, Duque es el candidato de la juventud: el hombre que representa un salto hacia el futuro, impulsado por las garrochas refrescantes de un César Gaviria, de un Andrés Pastrana, de un Alejandro Ordóñez.

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Sí: le respira en la nuca el Presidente Eterno. Pero hay que darle chance a su gabinete: a lo mejor Viviane Morales sea ministra de Minas, porque con Carlos Alonso demostró que sabe de joyitas; Simón Gaviria se vuelva ministro de Educación. Y Fabio Valencia se convierta en Alto Comisionado para los No Heterosexuales.

Me acomodaba a las toldas uribistas, pero entonces Uribe regañó por boquisucia a una universitaria que lo increpaba, e imaginé lo que me esperaría con mi vocabulario: con mi pu*o vocablario. El Presidente Eterno me daría en la cara, marica; por grosero. Y me sumí, de nuevo, en mis cavilaciones. Qué indecisión, me lamenté. Apenas comparable a la de De la Calle por los días en que ha debido unirse con Fajardo. Y no se unió.

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