OPINIÓN
‘Yo el Supremo’
La novela de Roa Bastos, entre otras, conserva plena vigencia para entender a gobernantes tiránicos que, de nuevo, asedian este continente
América Latina ha producido una abundante zaga de novelas destinadas a revelar las intimidades del poder político absoluto. Mencionemos unas pocas: El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; El otoño del patriarca, de García Márquez; Conversación en la catedral, de Vargas Llosa, y El recurso del método, de Alejo Carpentier. No es extraño que este haya sido uno de los tópicos dominantes en la literatura de nuestra región, tantas veces gobernada por caudillos autoritarios de viejo y nuevo cuño. Que los tres primeros hayan ganado el Nobel de Literatura y Carpentier, el Cervantes, es trasunto de sus capacidades como novelistas, pero también de la relevancia que a las patologías políticas de este hemisferio de América ha concedido la Academia Sueca.
En general, los protagonistas de esas novelas lo conquistaron y preservaron en virtud de golpes de Estado. En el mundo real, ese es el origen de los gobiernos de Fulgencio Batista en Cuba, Augusto Pinochet en Chile, los Somoza en Nicaragua, Noriega en Panamá, Castillo Armas en Guatemala, Rojas Pinilla en Colombia, y de las varias juntas militares que asolaron el sur del continente durante parte del pasado siglo. Fidel Castro fue el último gobernante absolutista que corresponde a ese modelo clásico: obtuvo el poder como consecuencia de una rebelión armada en 1959, lo mantuvo en sus manos por los años que quiso y finalmente lo transfirió a su hermano, quien no por azar era el comandante del ejército. Récord mundial.
En la actualidad, el absolutismo toma la faz del neopopulismo, una variante del modelo inventado por Perón en la Argentina, que la literatura -hasta donde sé- no ha explorado todavía. Se accede al poder por medios democráticos, pero, una vez producido el veredicto de las urnas, la permanencia del gobernante deriva de su capacidad para movilizar sectores muy focalizados de la sociedad que van desde las etnias minoritarias y los campesinos hasta las comunidades no heterosexuales. A los trabajadores de las empresas formales -los amados “proletarios” de Marx- que han superado la pobreza gracias a una economía libre modulada por un intervencionismo estatal prudente y firme, se les desdeña por “burgueses” y no son convidados al banquete.
Tampoco lo son los empresarios, en su condición de actores del despreciado sistema capitalista, al que se quiere en buena parte sustituir por un Estado providencial que ha fracasado muchas veces. Se mira con recelo a los científicos, los técnicos y los funcionarios de carrera que tiene formación y experiencia. Sin excepción, sus “relatos” valen tanto como cualesquiera otros, y se les acusa de estorbar, con sus cavilaciones y objeciones, la transformación profunda de la sociedad que intenta un gobernante clarividente y honesto.
Simplificando las cosas, esos gobiernos acuden: (i) al fortalecimiento del Estado en detrimento de la sociedad civil y la economía de mercado; (ii) a una masiva transferencia de subsidios en favor de sus grupos de apoyo; (iii) a la captura política de unos partidos, debilitados y proclives a la corrupción, pero que aún conservan peso parlamentario; (iv) a la movilización callejera de sus huestes; (v) al debilitamiento de los poderes independientes, (vi) y a la subordinación del estamento militar.
Este modelo ha tenido un éxito enorme en México. Aunque el crecimiento de la economía ha languidecido a pesar de que sus principales socios comerciales, Estados Unidos y Canadá, han tenido un buen desempeño, y de que los indicadores de pobreza han aumentado, la popularidad de AMLO es elevada.
Los militares mexicanos están encantados con su novedosa participación en altos cargos civiles, y por la entrega de cuantiosos recursos para obras de infraestructura que, al ser tratadas como proyectos de interés nacional, no están sometidos a los mecanismos ordinarios de rendición de cuentas. “Apoyen y coman callados”, parece ser el mensaje. Ha avanzado con éxito en la cooptación de los estamentos técnicos e independientes del Estado, por ejemplo, en los sectores eléctricos y de hidrocarburos, y logrado debilitar la Corte Suprema de Justicia, que allá ejerce el control judicial de los actos de gobierno. Como la pobreza y la ignorancia suelen darse juntas, los pobres tienen como su salvador a quien, en realidad, es su verdugo.
Bolsonaro, desde la orilla ideológica opuesta, hizo cuanto pudo para alinear al estamento castrense, casi gana las recientes elecciones en Brasil. Buen discípulo de Trump, trató de inducir a los militares a impedir la transición del mando. Que a pocos días de su posesión Lula haya destituido a un buen número de oficiales, constituye clara indicación de que los consideraba proclives a ese conato de rebelión contra el resultado electoral.
Malos episodios estos de protagonismo militar en actividades políticas y civiles que recuerdan épocas sombrías de nuestra región. Funesto igualmente que aquí se piense en darles un papel importante en un proceso de industrialización cuyos pormenores no se conocen. La preservación de la soberanía nacional es el mandato que la Constitución les asigna.
En estos tiempos el camino para acceder al poder utilizado por los políticos populistas es democrático. La dictatura de Maduro en Venezuela tuvo su origen en unas elecciones libres realizadas 1999 en las que Hugo Chávez obtuvo un triunfo inobjetable. La grotesca dictadura marital que gobierna en Nicaragua tuvo, en su momento, credenciales democráticas. AMLO, que debe su elección a comicios transparentes, ahora juega a presentarse a un nuevo período en contra de las previsiones constitucionales.
Yo el Supremo, la espléndida novela de Augusto Roa Bastos, que recrea la vida del Doctor Francia, presidente y dictador perpetuo del Paraguay durante veintiséis años, me vino a la mente por mera asociación de ideas al leer el trino del presidente Petro anunciando que retoma para sí las potestades de las comisiones de regulación de los servicios públicos.
La decisión del presidente implica que él solo, como en la célebre novela, pretende saber más que los comisionados independientes y que los altos funcionarios que lo representan en esas entidades. Por eso podríamos considerarlo una reencarnación del “Supremo” al que refiere Roa Bastos. El Ministerio de Cultura haría bien en difundir esa obra cumbre de modo masivo y gratuito. Sería una prueba más del pluralismo ideológico de nuestro gobierno.
Briznas poéticas. Aforismo desconsolador de Nicolás Gómez Dávila: “El gobernante democrático no puede adoptar una solución mientras no consiga el apoyo entusiasta de los que nunca entenderán el problema”.