Pasar fijándose

Lo espléndido

Cuando vi 'Aguirre, la ira de Dios', me quedé pensando en el contraste entre los disfraces y la naturaleza. No se trataba de la obvia observación de que aquella indumentaria parecía absurda para viajar a través de la selva, sino de una inadecuación más profunda...

Revista Arcadia
19 de junio de 2015

Cuando vi Aguirre, la ira de Dios, me quedé pensando en el contraste entre los disfraces y la naturaleza. No se trataba de la obvia observación de que aquella indumentaria parecía absurda para viajar a través de la selva, sino de una inadecuación más profunda: la ropa indicaba una época, un siglo pasado, una determinación histórica; era realista y servía para contextualizar lo que se representaba. El río, los árboles y las piedras eran, en cambio, reales: eran iguales a como yo los había visto en filmaciones documentales y con mis ojos, sin el filtro del lente. Su contundencia ahistórica no solo descontextualizaba la trama y desmentía la posibilidad de transmitir la noción de un tiempo pasado, sino que, más allá, revelaba una resistencia a la representación y ponía en entredicho la linealidad del tiempo. Tuve una experiencia similar al ver Ran de Akira Kurosawa. En ese caso fue algo muy concreto: el color del suelo del campo de batalla amenazaba la verosimilitud de la batalla y de los guerreros, y me hacía descreer de la distancia geográfica y temporal del Japón feudal. El verde intenso del pasto –que era el pasto que yo conocía, el mismo de aquí, el actual– me dañaba la ilusión de la trama pero hacía que me percatara de la ilusión del paso del tiempo.

Recordé esas experiencias en los primeros segundos de El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra. Una vez más, la filmación de la naturaleza me hacía pensar en la relatividad del tiempo y de la lejanía, pero ya no por los colores, sino por su ausencia. Al filmar la selva en blanco y negro, Guerra no había filmado sin colores, sino más allá de los colores. La selva que veía el lente no era una selva que yo hubiera visto al estar en la selva; no era la selva actual, ni la pasada, y sin embargo era una selva más real que estas; no estaba ni representada ni exhibida; era algo así como la selva soñada por la selva; una selva trascendental. Tampoco había disfraces de época: a pesar de que los personajes representaban a personas de distintos períodos, estaban vestidos de casi idéntica manera, e igual a como habrían estado vestidos si fueran personajes de hoy. Las únicas imágenes que daban noticia de la época representada eran las de la cámara fotográfica y el tocadiscos, que, no casualmente, son ambos máquinas de guardar y reproducir recuerdos, es decir, también anuncios de la no linealidad del tiempo.


El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra.

La reflexión que me suscitaron las imágenes de Ran y Aguirre no se proponía en El abrazo de la serpiente a través de la articulación entre lo artificial y lo natural, sino a través del solo artificio. La intemporalidad no se sugería ya mostrando fielmente la naturaleza, sino mostrándola infielmente (que es, por otra parte, quizás lo que quiere hacer Herzog, de acuerdo con su teoría sobre la verdad extática, y en ese caso la hazaña de Guerra sería, entre otras cosas, una interpretación muy inteligente de la intención de su antecesor): no como ella aparece si se la ve con ojos terrestres y externos, sino quizás como es imaginable en su propio tiempo (que bien puede coincidir con el tiempo de nuestro sueño, o de nuestra interioridad: de ahí tal vez que el aguacero me haya obligado a las lágrimas). La película, que contaba la historia del encuentro, en dos puntos del tiempo, de dos hombres –que en realidad son uno– con otro hombre –que en realidad es dos– y su búsqueda común de una flor medicinal –que es la eternidad–, explicaba la posibilidad de despertar del sueño del tiempo y la multiplicidad de los seres a la realidad de la unidad.

Al ver El abrazo de la serpiente comprobé que lo que es espléndido no puede ser medio bueno; que algunas obras de arte proceden de una intuición tan deslumbrante del tejido de la realidad que hacen que se suspenda el juicio del espectador. Hay elementos de la película que no me parecen bien logrados: junto a algunos parlamentos poéticos y precisos, hay otros irritantemente expositivos (los personajes se presentan diciendo quiénes son, como si respondieran una entrevista); hay soluciones apresuradas (la bienvenida que dan en el resguardo mesiánico a los blancos como los Reyes Magos, o el tránsito abrupto entre la negativa del explorador a deshacerse de sus posesiones y su disposición a hacerlo); se recurre a veces burdamente al cliché (en la representación caricaturesca del misionero capuchino, por ejemplo); la historia del primer explorador y de su relación con Karamakate no queda clara, lo cual hace que la tensión dramática se señale pero no se perciba, y el título de la película es una salida fácil que no hace justicia a su contenido. Sin embargo, todas esas objeciones me suenan a rezongos ante la evidencia de una obra cuyo asunto es precisamente la puesta en entredicho de las leyes –estéticas y sociales– y la propuesta de una poética nueva (o más bien lo contrario de nueva: una poética de otra temporalidad). Ni siquiera puede decirse que El abrazo de la serpiente esté filmada en blanco y negro. Más bien, está filmada en luz y resplandor.