OPINIÓN

El problema con Peter Handke: una columna de Mario Jursich

"A mí, más que un disidente y un inconforme, el nobel austríaco me parece un gilipollas. Si uno sabe que alguien mató a mucha gente, no se acerca a estrecharle efusivamente la mano. Menos todavía, le canta un panegírico en sus funerales", escribe Mario Jursich.

Mario Jursich Durán, Revista Arcadia, Sara Malagón Llano
29 de octubre de 2019

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A muchos lectores de Peter Handke puede resultarles extraña e incluso desproporcionada la feroz polémica que ha despertado su designación como premio nobel de literatura 2019. Handke es un autor tan formalista, tan poco político en el sentido tradicional del término, que más de uno se ha preguntado si la controversia no es en realidad un esfuerzo mal disimulado por acallar a un hombre célebre por sus puntos de vista en contravía.

Ya en 2006 Cecilia Dreymüller, su traductora al español, alegaba que las críticas a Handke no solo negaban el derecho a ser un testigo incómodo –léase: a tener opiniones políticamente incorrectas, a formular preguntas desagradables, a poner en duda el unanimismo informativo–, sino que mostraban sin tapujos “la creciente intolerancia de nuestras democracias con las posiciones disidentes”.

Dando por santo y bueno lo anterior, yo tengo sin embargo la sospecha de que el verdadero punto de fricción en esta querella no es tanto la postura política de Handke, ni su apoyo a Slobodan Miloševic durante la guerra de los Balcanes, como la dificultad de juzgarlo según la vieja dicotomía de que una cosa son las declaraciones de un autor y otra su trabajo literario.

Así lleven el marchamo de “novela”, “teatro” o “crónica de viajes”, los libros del nobel austríaco son confusos por diseño, como lo fueron los de su compatriota, contemporáneo y a veces rival Thomas Bernhard. En ellos la línea que separa a los hechos de la ficción es deliberadamente fina, puesto que a Handke le interesa borrar las fronteras entre géneros tanto como cerrar el hiato entre vida y obra. Insultos al público, la pieza teatral que le dio fama en 1973, lo dice con prístina sinceridad: “Esto no es un espectáculo. Ustedes no son espectadores. Ustedes y nosotros formamos, poco a poco, una sola y misma cosa”.

Esa mezcla ambigua ha llevado a que Handke sea el gran maestro de lo que Leland de la Durantaye llama ficción intermitente: relatos que a veces corresponden a lo que anuncian –el Ensayo sobre el Jukebox es, en efecto, una disertación sobre rocolas–, pero que en general pasan sin fórmulas de transición de los hechos a la fantasía, de la confesión autobiográfica a la crónica histórica o de lo más puramente ideológico a lo más acendradamente lírico.

De allí que, cuando Handke demuestra una inesperada compasión por Miloševic, no resulte fácil saber si lo hace por afinidad intelectual con su proyecto o porque ambos son hijos de suicidas. (Se sabe que la madre de Handke se mató a los cincuentaiún años –él lo cuenta en su hermosísimo Desgracia impeorable–; menos conocido es que el padre del “carnicero de los Balcanes” se disparó con un revólver mucho antes de que su hijo se convirtiera en el hombre fuerte de Serbia y que su madre y uno de sus tíos se ahorcaron.)

Pero si Handke se niega a hacer distinciones, y en la vida pública opina como si estuviera escribiendo una de sus ficciones discontinuas, nosotros los lectores sí diferenciamos entre una cosa y la otra. Aceptamos por ejemplo que en Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina Handke se muestre suspicaz con los informes de masacres en Srebrenica porque en 1995 había mucha confusión en la ex-Yugoslavia y había que sopesar con cuidado lo que contaba cada bando. Pero que un cuarto de siglo después, cuando ya se ha probado quiénes fueron los responsables de la matanza, siga utilizando frases como “los así llamados hechos” o empleando una amplia variedad de condicionales –“pudieron”, “tal vez”, “quién podría saberlo”–, se nos antoja cuando menos inquietante. Uno puede ser inmoral mientras siga en terreno artístico, ya que esa es justamente una de las prerrogativas del arte. Pero tan pronto empieza a hablar de política, se aplican otras reglas.

El problema con Handke es que su estética literaria, basada en un profundo escepticismo respecto a la capacidad del lenguaje para representar la realidad, termina llevándolo a un desfiladero ético. Como desconfía de que las palabras conduzcan a la verdad; como sabe que todo es relativamente cierto o falso, se autoconvence de que es imposible, o al menos muy complejo, saber qué pasó en Bosnia y quién le hizo qué a quién. No es que Handke niegue el genocidio de Sbrebenica; es que, al aceptar su ocurrencia con tantas salvedades y condicionamientos, da la impresión de que lo negara.

Esa es la razón por la que a mí, más que un disidente y un inconforme, el nobel austríaco me parece un gilipollas. Si uno sabe que alguien mató a mucha gente, no se acerca a estrecharle efusivamente la mano. Menos todavía, le canta un panegírico en sus funerales.

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