Juan Manuel López Caballero
El despertar de China llegó
En la medida que se acerque la población china a los beneficios del ‘desarrollo’, es inevitable que acabará siendo la primera economía del planeta.
Hasta ahora nos hemos contentado con pensar que era un país pobre y subdesarrollado que de pronto se convirtió en un monstruo del comercio internacional.
Pero a eso corresponde una historia y un futuro que vale la pena profundizar.
Comencemos porque esa nación vive en nociones de tiempo y de escala diferentes a las de Occidente. Cuando Europa apenas con Carlomagno (siglo VII después de Cristo) comienza lo que será su formación conformando los Estados que hoy la constituyen, China ya había vivido como unidad nacional bajo más de 10 dinastías. Mientras las épocas en nuestra memoria corresponden a reinados de personas distribuidas en decenas de pequeñas ‘casas’, cada dinastía cubría una población, un espacio y unos períodos 10 veces mayores que los de cualquier país europeo y equivalente a los de todos juntos.
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No se diga de la comparación con nuestro continente, donde difícilmente nos remontamos más allá de lo que descubrieron y describieron (y acabaron) los conquistadores, en América del Norte exterminándolos y en el Sur borrando sus culturas y esclavizándolos como animales de trabajo (recuérdese que se suponían no tener ni siquiera alma). Nuestra identidad nacional aparece después de la independencia de Europa hace apenas algo más de dos siglos (menos que cualquiera de las dinastías chinas).
En términos económicos la mano de obra y el potencial de consumo chino son equivalentes a los del conjunto de toda América Latina, son mayores que los de toda Europa reunida, y casi 5 veces lo de los Estados Unidos.
Lo que puso a Occidente delante de China fue la tecnología, que multiplicó la productividad del empleo y dio poder adquisitivo a la población para crear una sociedad de consumo.
Pero, en la medida que se acerque la población china a los beneficios del ‘desarrollo’, es inevitable que acabará siendo la primera economía del planeta.
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Eso coincide con la noción de competencia de Trump y, por eso, detrás de la declaración de una guerra comercial subyace una guerra total, una lucha de poder para dominar el mundo. El interés de los americanos está alrededor del amparo a la propiedad intelectual y en impedir las transferencias de tecnología que ellos poseen.
Pero por las condiciones anotadas –de capacidad de producción a bajo costo–, el hecho es que China tiene con todos los países con los cuales comercia una balanza favorable; y, como el comercio internacional funciona en dólares, ha llegado a unas reservas de divisas americanas entre billetes y bonos del tesoro que representan por una lado el mayor pasivo de Estados Unidos y, por otro, una disponibilidad o liquidez mayor que la de la misma FED o del mismo gobierno americano.
Su perspectiva del tiempo les da para usar sin prisa dichas reservas. Por una parte, para poco a poco convertir el yuan en la próxima moneda principal del comercio internacional. Por otra, les permite invertir en las dimensiones donde operan las empresas líderes mundiales (intentaron comprar la Boeing o el Puerto de Nueva York, lo cual obligó a los Estados Unidos a prohibir la venta de empresas que se consideren de importancia estratégica). Y en términos geopolíticos con esos recursos adquirir poder político.
Solo el tamaño mismo de los recursos se convierte en limitante por la escala que requiere para sus intervenciones. La cantidad de sociedades que tocaría administrar en caso de inversiones en los sectores empresariales normales sería imposible. Por eso el camino es ‘comprar’ países, haciéndolos dependientes de ella por la vía del comercio, de los préstamos, o de la simple cantidad de megainversiones.