PABLO LONDOÑO
El silencio de los inocentes
Vuelvo esta semana por primera vez en seis meses a la oficina. He cumplido el protocolo impuesto a cabalidad y, afortunadamente, mi trabajo hace parte de esa inmensa parte de la economía que se dedica al sector servicios y que puede hacer teletrabajo sin perder eficiencia.
Ha sido, sin duda, una etapa muy difícil, una distopía que no había imaginado nos iba a tocar vivir. Y, además de las dificultades —las más complejas: la lejanía de nuestros seres queridos y las privaciones en el contacto social—, a los que valoramos el intercambio con otros, nos ha dejado secuelas difíciles de olvidar.
Las reflexiones son de toda índole. Dice Juan Carlos Cubeiro, en su libro El virus que reseteó el capitalismo: “Recordemos que el capitalismo terminó reduciéndose a un espacio en el que, teniendo coches, no los podíamos usar; teniendo dinero, no podíamos salir a gastarlo; teniendo ropas de lujo, nos quedábamos en casa con ropa cómoda; teniendo joyas, no las podemos exhibir. Nos dejó en casa, cuidando a los nuestros, preocupándonos de los seres queridos, poniendo la salud por encima de todo lo demás. ¿Cabe una lección mayor? ¿No la habremos aprendido al salir?”.
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Para mí, infortunadamente, uno de los primeros diagnósticos de toda esta crisis, es que asumimos modelos de delegación hacia arriba, esperando que fuera el Gobierno en lo público, y los líderes de turno en lo privado, los que nos dieran luces de cómo generar soluciones, cuando entre unos y otros, desde hace mucho tiempo, se interponía una crisis de confianza.
Las crisis, que como dirían Howe y Strauss son ciclos que tienden a repetirse en el tiempo, son invitaciones a asumir, más que ajustes puntuales, cambios permanentes de nuestro comportamiento. Colombia sale de una de las mayores fases de aislamiento bajo un modelo de inmensa limitación de las libertades individuales, que se asumió necesaria en sociedades como la nuestra, en donde es la imposición de la autoridad el mecanismo escogido como funcional. Es un modelo en el que se parte de la desconfianza en el individuo y su capacidad de asumirse como responsable. Creo que esta, tanto en el ámbito público como privado, es la discusión de fondo: ¿qué necesitamos como sociedad para asumirnos como adultos responsables sin mecanismos férreos de control?
En lo privado, guardadas las proporciones, pasa algo similar. Si bien nos vimos forzados al teletrabajo, como mecanismo casi que único para mantener esquemas de productividad, se han incrementado los mecanismos y las horas del trabajador en pantalla, asumiendo que, si no lo tenemos de alguna manera vigilado y controlado, va a ser incapaz de asumir sus responsabilidades laborales.
Es todavía un modelo jerárquico, de una burocracia que nutre ese hombre del medio que, más que pensar en la estrategia, motivar a su equipo y alimentar discusiones profundas frente al futuro, se dedica al control, ahora de manera virtual y sin horario, haciendo interminables los horarios de trabajo y dificultando la vida de miles de trabajadores que ya no solo trabajan desde casa, sino que trabajan, además, para la casa y sirven de tutores a sus hijos.
En el fondo, estamos entrando en un ciclo muy complejo de retroceso, en el que individuos que habían tomado la decisión de entregar confianza a sus pares, apalancados en las redes sociales que han nutrido ya por décadas la posibilidad de compartir nuestras ideas con otros y no con el gobernante, tienen que volver atrás el casete, para tener de nuevo que asumirse como incapaces y delegar su futuro al ciento por ciento a las autoridades.
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Es un fracaso enorme de la evolución. A la crisis del modelo democrático, debilitado por la corrupción y las debilidades que plantea hoy el modelo capitalista que mostró todas sus fisuras, se le une la crisis de confianza en el del lado que era un estadio que ya empezábamos a superar. La confianza no se impone, se inspira, y está probado que en cualquier ámbito es el factor decisivo para los resultados y el cemento para construir comunidad.
Dice Amy Edmonson, profesora de la Universidad de Harvard y experta en seguridad psicológica, que, en entornos de altos niveles de confianza, entablar un diálogo pleno de sentido no requiere ni de especial valentía ni de un ánimo extraordinario, y son los líderes quienes tienen la responsabilidad de generar un clima que acepte voces disonantes. Esta seguridad se logra con ejemplo y acción: no se puede imponer. Por eso, en sociedades o comunidades empresariales, donde prima la jerarquía, atreverse a tener la opinión contraria es riesgoso y es preferible la seguridad del silencio.
Tenemos que dar esta discusión. Si no logramos modelos de confianza —hoy con una pandemia; mañana con cualquier otra crisis—, no habremos aprendido nada como sociedad.