JUAN MANUEL PARRA
Lealtad, ¿a quién?
Quizá la vida en sociedad se dificulta en Colombia porque estamos llenos de desleales, egoístas e individualistas que persiguen su propio bien sin compromiso a nadie diferente de ellos.
¿Es usted realmente leal?, ¿a qué o a quién?, ¿a su familia y amigos?, ¿a su equipo de fútbol o al jugador estrella?, ¿a su partido político o al político de turno?, ¿a su país o al gobierno?, ¿a sus colegas o a su empresa?
Hace unos años, un colega mexicano contaba a mis alumnos una anécdota relacionada, que cito utilizando el nombre de equipos de fútbol colombianos para hacer la analogía. Tenía él un gran amigo, hincha apasionado de un equipo de fútbol de larga tradición (hagamos de cuenta que fuera Santa Fe), por el cual demostró siempre su afición. Al final de su vida, un cáncer lo postró en cama. En su última visita, el enfermo le dijo que quería que en su funeral pusieran banderas de Millonarios encima de su ataúd. Sorprendido, mi amigo le preguntó por qué ese cambio tan abrupto en ese momento, y este le respondió: “Porque si con mi muerte algún equipo debe perder aficionados, ¡que sea Millonarios!”.
Le sugerimos: Cómo su equipo necesita ser dirigido
Mi amigo contaba la anécdota para señalar que uno decide ser leal a su equipo de fútbol porque le da la gana. También que muchas veces lo somos de forma tan apasionada, que esta lealtad se da al margen de temas más racionales, sean coyunturales (como si el equipo va ganando o perdiendo recurrentemente los torneos) o incluso morales (excusando al equipo si gana una copa a pesar de haber jugado mal y poco limpiamente).
Traigo esto a colación, como consecuencia de la última entrada en el blog del profesor de IESE Business School, Antonio Argandoña, quien reseña un artículo de la revista Forbes sobre la lealtad, señalándola como el gran vicio de la actualidad. La muestra como una tendencia o compulsión, fruto del apasionamiento, que lleva a que los ciudadanos pasen por alto los crímenes de ciertos líderes políticos mientras se le aplauden sus aparentes heroísmos, de igual manera que induce a que los miembros de una junta directiva o comité de gerencia racionalicen, excusen o justifiquen las malas conductas de sus directivos mientras den resultados, sin hacer nada para detenerlos. Esto, recuerda Argandoña, es una mala interpretación de una virtud clave para la vida en sociedad.
Un ejemplo clásico sobre el tema sería la valentía. Es evidente que la ausencia total de valentía es la cobardía (siendo el extremo inferior), pero si la valentía es una virtud y, por tanto, el justo medio, hay un exceso (la temeridad), que parece, a primera vista, una valentía extrema, pero no lo es: es una valentía poco inteligente por ser exagerada y demasiado arriesgada sin necesidad.
Así, Aristóteles definía la “virtud” como un buen hábito, a diferencia del vicio (uno malo) y como un “justo medio” al que se llega, alejándose de dos extremos opuestos e igualmente viciosos, por exceso y por defecto. Y la virtud supone una “decisión prudente”, porque la prudencia es la virtud que nos modera, indicando hacia qué lado moverse en una determinada situación para actuar inteligentemente. Pero actuar con prudencia supone capacidad para: discernir la situación real en la que nos encontramos; lucidez para decidir oportunamente respecto de ella; y luego coraje para actuar como consecuencia de esa decisión.
En ese contexto, ¿qué es la lealtad? “La virtud de quien acepta los vínculos implícitos en su adhesión a otros (sean amigos, familiares, jefes, instituciones, patria), de modo que refuerza y protege, a lo largo del tiempo, el conjunto de valores que representan”. Así, se destacan dos elementos para actuar con lealtad: 1) que refiere a una comunidad y, por tanto, se ejerce con y hacia los demás (con lo cual se opone al individualismo); y 2) supone permanencia y estabilidad en el tiempo, viviéndola en cada momento (por lo que se opone al oportunismo).
Asimismo, en la lealtad también están los dos extremos: por defecto tenemos al desleal y traicionero (que nunca parecerá leal) y por exceso tenemos al servil (que parece alguien súper leal sin que lo sea). Y la lealtad no se gana con mentiras que, a la larga, no funcionan, sino con sinceridad. En consecuencia, lo que une al desleal y al servil es su inmenso individualismo, buscando su beneficio inmediato, sacrificando a quien sea para lograrlo, o pretendiendo su comodidad o conveniencia por encima de cualquier consideración que implique esfuerzo (sea denunciar, oponerse, debatir o abandonar lo que no conviene). Estos son los que realmente critica el columnista de Forbes.
Ciertamente, dice Argandoña, alguien verdaderamente leal adquiere un compromiso libre con algo que implica sacrificio de la opción contraria (no sirve a dos amos al mismo tiempo), pues aprecia el bien que supone formar parte de esa familia, club, empresa o patria. Pero esta le entrega unas obligaciones, que de cierta forma limitan su libertad a cambio de dicho bien.
Quizá por eso la vida en sociedad se dificulta en Colombia, porque estamos llenos de desleales, egoístas e individualistas, que persiguen su propio bien sin compromiso a nadie diferente de él y los suyos, sin querer sacrificar nada propio. Pero premiamos más de lo que censuramos la aparente “lealtad” cómplice de mafiosos y familias de corruptos, de quienes roban a su empresa y a su ciudad; o la lealtad de sectarios que apuestan por el fracaso de quienes no son sus copartidarios, entorpeciendo su labor y oponiéndose a todo lo que no haya sido concebido por su gente, aunque arruinen ideas que podrían ser valiosas si se construye sobre ellas.
Le puede interesar: Mucho discurso sobre la felicidad pero puede usted ser feliz
La lealtad exige sentido crítico para saber hasta dónde serlo con un grupo político, social o empresarial, sabiendo que ser leal no es subyugarse como fanático ciego a quienes no lo merecen o no nos ayudan a construir un proyecto que a todos conviene. Es necesario sacrificar algo de nosotros mismos por el proyecto que debemos tener en común si pretendemos obtener parte del beneficio.
Como reitera Argandoña: si uno piensa que, como hay muchos que no actúan con lealtad y sinceridad, él está justificado para ser mentiroso, marrullero, engañador… parece que ya ha renunciado a ser un buen directivo o ciudadano. Y aun si sabemos que la corrupción, la polarización oportunista y las agendas ocultas son prácticas excesivamente difundidas en nuestra sociedad, todos estamos de acuerdo en que son indeseables.