JUAN RICARDO ORTEGA
Socialismo
Algo tenemos que haber hecho muy mal para que el socialismo esté resucitando con fuerza: es urgente corregir.
Los sacrificios en libertades individuales, las violentas policías secretas, el terror, los abusos de la nomenclatura del partido, el autoritarismo y la pobre rendición de cuentas de los experimentos socialistas del siglo pasado –y ni hablar de la debacle del socialismo del siglo XXI– no parecen ser suficiente evidencia para frenar el ascenso al poder de ideólogos fundamentalistas de izquierda. La economía de mercado y la democracia, a pesar del progreso sin precedente que han generado para la gran mayoría de la gente, atraviesan una preocupante crisis.
La exuberante riqueza de unos pocos, la socialización de las pérdidas de la crisis financiera de 2008, la corrupción, la explotación del consumidor a través de elevados precios de servicios públicos, medicamentos, bienes de la canasta básica, elevadas tasas de interés o costosos seguros, las pensiones miserables y la debilidad o complicidad de los gobiernos que no frenan y sancionan estos abusos generan la impresión de que el mercado y el capitalismo son la fuente de estas insoportables injusticias.
Esta creciente frustración abre las puertas del poder a grupos radicales: nacionalistas, populistas o socialistas. La fórmula frecuente es demonizar la economía de mercado y ofrecer sustituirla con gratuidad en servicios de salud de calidad y transporte público, educación superior de excelencia, elevadas pensiones, protección del medio ambiente y empleo. Todas ideas loables pero difícilmente sostenibles bajo los contratos sociales vigentes hoy. Las preguntas obvias sobre quiénes van a pagar por todos estos derechos y cómo se van a proveer de forma eficiente estos servicios rara vez se responden de manera clara.
Tenemos que rectificar las reformas propuestas, como la apertura económica, las privatizaciones, la desregulación y la reducción de impuestos, pues son mal percibidas. Este recetario de la tercera vía, como el supuesto camino de centro que iba a dejar en las cenizas de la historia el socialismo y la nacionalización de los medios de producción, no dio resultado. La ilusión de que el mercado solito iba a acelerar el crecimiento económico, la generación de empleo y la innovación, no resultó cierta para nuestros países. Sin duda los tigres asiáticos, China e India han logrado avances impresionantes, pero nosotros, no.
El cambio tecnológico ha generado enormes utilidades, particularmente en los conglomerados. La riqueza de los dueños de estas grandes empresas ha aumentado como nunca y los gobiernos no han diseñado mecanismos para impedir que se rompa el contrato social.
Hoy en día la protección del medio ambiente y la paz social son esos nuevos bienes públicos por los que es razonable, y rentable, pagar nuevos impuestos. Toca pensar bien el diseño de estos nuevos tributos, complementarios a los impuestos al carbono y sustitutos del impuesto al patrimonio, para que ayuden a recaudar lo suficiente para pagar las nuevas exigencias del contrato social en salud de calidad, educación superior que le permita a los jóvenes ser parte de este nueva revolución tecnológica, que fortalezcan el sistema pensional y fondeen la institucionalidad que proteja al medio ambiente. Toca generar conciencia sobre cómo los costos del progreso los están soportando los más vulnerables y el sistema no está siendo justo, no por culpa del capitalismo o del mercado, sino porque los Estados se han anquilosado y la política oportunista construida con base en rabia y susto ha encontrado un fenomenal ecosistema en las redes sociales y el análisis de las nuevas gigantescas bases de datos.
Los avances importantes que el país ha logrado en el sector energético, comunicaciones, infraestructura vial, transporte público, puertos y aeropuertos, seguridad y vivienda no parecen estar en el consciente de la gente. Parecería que todo lo bueno no contara para nada. Particularmente los jóvenes que, ignorantes de la historia y sumergidos en sus economías colaborativas, creen que las sociedades comunitarias con poblaciones enormes son factibles. No parece que exista la suficiente conciencia sobre lo que pueden estar sacrificando: la libertad.