OPINIÓN

Uber y el subsidio a la incompetencia

Hay una discusión vieja pero vigente que sigue generando un gran debate alrededor del tema del emprendimiento, sobre todo el del emprendimiento digital hoy tan de moda, referente al tema de la regulación.

Pablo Londoño, Pablo Londoño
17 de enero de 2020

La discusión, que sin duda no es fácil de resolver, y que genera posiciones encontradas, tiene que ver con un dilema, ese sí muy antiguo, de qué viene primero, si el huevo o la gallina, cuando de disrupción tecnológica y su regulación se trata.

La discusión en sí misma es muy interesante y va más allá del campo regulatorio, y tiene que ver, a mi juicio, con algo mucho más profundo: cómo abordar el proceso de cambio en una sociedad, sobre todo cuando hay evidencias claras, y diagnósticos precisos, de un problema que afecta a la comunidad, que está por resolver, y que es precisamente el problema observado por el empresario o por el emprendedor, que con buen olfato de negocios, lo quiere aprovechar para generar una solución que, valorada por un usuario insatisfecho, genera un negocio potencial. 

En las sociedades antiguas el tema era muy sencillo: a una necesidad insatisfecha evidente, que generalmente atentaba contra la popularidad (un paro por ejemplo), incluso contra la estabilidad de un gobierno, el sanedrín de turno, gran consejero del gobernante, decidía ceder, mostrar al líder como benévolo frente a la presión social, y dictar una norma que habilitaba a un grupo de empresarios (generalmente adeptos al sistema) para iniciar la modificación de un servicio caduco, ineficiente, costoso y arbitrario, para darle paso a la “modernidad” a través de uno nuevo que atendía a la presión ciudadana.

Si leemos algo de historia los casos son innumerables y los hay incluso de algunos en su momento considerados pecaminosos por la sociedad y la iglesia como la prostitución y el alcohol, que ante la evidencia inequívoca de que incluso su penalización no iba a disuadir su consumo, decidieron abrir el espacio a su regulación, acabando de paso de esta manera con las mafias que las manejaban, dando paso a una política estatal de educación para su ”buen uso”.

Cuando en los Estados Unidos el Congreso aprobó la enmienda constitucional en 1920 que  prohibía la venta de alcohol, logró de un lado la aparición de organizaciones criminales de alcance nacional, y de otro que estas mafias generaran un aumento de la tasa de homicidios de 12 a 16 por cada 100.000 habitantes durante el periodo de 13 años en que duró la prohibición, para defender un negocio que en su momento se calculó en los 3.600 millones de dólares. Una consecuencia final fue la adulteración de alcohol, y la desaparición de cualquier control de calidad que hizo por ejemplo que en 1930 el consumo de un cargamento de “Jamaica Ginger”, con alto contenido de alcohol, dejara parcialmente paralizados a 50.000 estadounidenses.

Se me vino el caso a la cabeza con el anuncio de la salida de #Uber del país, porque, guardadas las proporciones, el caso es similar: ¿cómo estamos enfrentando como sociedad las evidentes fallas de servicios considerados incluso como de prioridad nacional como la movilidad, y cómo se debe manejar el acceso a nuevas tecnologías, generalmente disruptivas, que atentan contra el statu quo, que retan el establecimiento, que, ojo, no están reguladas, que muchas veces quiebran a quienes detentan los oligopolios de la ineficiencia, pero que son recibidas por la comunidad como un salvavidas frente a un mal servicio?

El problema es de alta, altísima complejidad, sobre todo en países subdesarrollados como el nuestro, obligados a hacer saltos de sapo para ponerse a tono con los avances tecnológicos ya implementados en otras partes, pero que aquí los queremos hacer pasar por el filtro de un regulador, a veces incluso por el del legislativo (sus electores y sus presiones políticas) sabiendo de antemano que este, que es un camino largo, eterno para ser francos, pone no solo en riesgo la viabilidad del emprendimiento, sino que obliga a toda una sociedad  a seguir a la merced de un muy mal servicio, costoso, de alto riesgo, pero detentado por “mafias legales” con capacidad de lobby y amenaza frente al establecimiento por su poder político y de movilización.

Uber es un clásico ejemplo. Su plataforma habilita más de 80.000 socios que hacen más de 286.000 viajes por día. La razón de su éxito es sencilla: Los ciudadanos se sienten en general mejor atendidos y más seguros usando su servicio que siendo “obligados” a utilizar el desactualizado y riesgoso parque de amarillos. 

Mientras en CES, la feria tecnológica de inicios de este año, Uber está presentando junto con Hyundai el modelo de carro volador eléctrico para crear una red de taxis aéreos, en Colombia senadores como Jorge Robledo les hace eco a las presiones de la mafia amarilla (que por supuesto da muchos votos), para mantenernos en el medio evo.

A Uber hay que ponerlo a pagar impuestos como a cualquier otra empresa que opere en el país; pero el modelo regulatorio tardío (Uber no acaba de llegar) va hoy en contra de la tal economía naranja que tanto predica este gobierno. El Estado tiene que ser un habilitador de soluciones, no un entorpecedor de la creatividad de sus ciudadanos, sobre todo cuando, está probado, están generando soluciones a problemas críticos. A #Uber no se le puede dejar ir de Colombia. Sería un error histórico.