JUAN MANUEL PARRA
Una mala apuesta: dejar todo en manos del destino
El presente no siempre llega como lo esperamos; la suerte nos puede poner en caminos difíciles, de los que solo se puede salir si encontramos un sentido para aquello que estamos viviendo.
La semana pasada hablaba sobre los riesgos de no tener claro el tiempo de la felicidad, para concluir lo poco conveniente de pensarla desde la nostalgia de un pasado que ya se fue (“fui feliz”) o desde la expectativa de un futuro incierto que quizá no llegue nunca (algún día “seré feliz”), sino en tiempo presente. Hay que aprender a ser feliz con todo lo bueno o malo que se nos pueda presentar, buscando todos los días una “vida lograda”, plena, llena de sentido, que merezca la pena ser contada.
Algunos pretenden dejar su vida en manos del “destino”, ese esquivo capitán de un barco que parece estar siempre a la deriva, de quien no sabemos sus motivos ni su pericia para conducirnos a algún lugar que valga la pena. Pareciera la forma más simple de renunciar a tener un mínimo de control sobre nuestra vida y gobernar nuestras circunstancias y a asumir las consecuencias de nuestras propias decisiones.
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Robert Spaemann, el filósofo alemán, afirmaba al respecto: “Si es cierto que cada una de nuestras acciones ejerce un influjo indirecto sobre nosotros mismos configurándonos, significa que también toda nuestra actividad anterior reviste para nosotros el carácter de destino. Así, nuestra propia actividad –a lo largo del tiempo- adopta la forma de destino”. O como mencionaba la semana pasada en una frase atribuida a Facundo Cabral: “Cuida tu presente, porque en él vivirás el resto de tu vida”.
Nuestro futuro difícilmente puede ser algo más que lo que hemos construido en el pasado, la consecuencia lógica de nuestras acciones sostenidas y convertidas en un mero hábito, que, si es un mal hábito, no es más que un vicio o, si es bueno, una virtud.
Sin embargo, hay quienes no se detienen a pensarlo y viven como me decía un profesor: “El inteligente prevé; el idiota, constata”. ¿Qué sentido tiene esperar que pase toda una vida para constatar que hemos tomado decisiones que no apuntaban a ninguna parte, siendo poco más que activistas sin proyecto y sin causa?
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Carlos Llano, filósofo y empresario mexicano, alertaba a sus alumnos del gran peligro que constituye ese activismo estéril que perfecciona las obras, pero no a las personas que las realizan. Los activistas, decía, “son quienes cometen el vicio laboral de trabajar sin tener fines o teniendo fines que no están a la altura o por encima del nivel de sus acciones, polarizando el interés en la obra externa y en deterioro del interior del hombre. Es la persona supeditada a sus productos”.
Es muy fácil caer en al menos tres tipos de activismo estéril: 1) Quienes se pierden en los medios sin llegar a ningún fin o sin claridad del fin que persiguen; 2) Quienes toman los medios como si fueran fines; 3) Quienes usan medios desproporcionados para el fin que persiguen. Por eso, afirmaba Llano, la cura de esta enfermedad está en no buscar sólo la perfección de las obras y proyectos, sino la intención de los mismos.
Viktor Frankl, psiquiatra austríaco, habló de esto cuando escribió “El hombre en busca de sentido” al ser liberado de un campo de concentración alemán durante la Segunda Guerra Mundial. En el libro describió su vida como prisionero y planteó cómo, aun en las peores condiciones, una persona puede encontrar una razón para vivir. Frankl plasmó al detalle cómo los nazis lo capturaron a él y su familia, separándolos sin saber el destino de ninguno (todos habían muerto menos él). Sin embargo, en su relato, mostraba cómo en una situación tan terrible se pasaba del shock inicial a la nostalgia y a la apatía, pero siempre veía destellos de humanidad y libertad, entre esos los “hombres más dignos” o “los mejores” entre muchos que optaban por rendirse o suicidarse, haciendo alarde una libertad humana que supera sus circunstancias:
“Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias- para decidir su propio camino. Y allí siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión, decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna: que determinaba si uno iba o no iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico”.
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El presente no siempre llega como lo esperamos; la suerte nos puede poner en caminos difíciles (aunque difícilmente tan trágicos como los de Frankl), de los que solo se puede salir si encontramos un sentido, una razón, para aquello que estamos viviendo. Con razón decía David Lloyd George, Primer Ministro británico a comienzos del siglo XX: “La libertad no es simplemente un privilegio que se otorga; es un hábito que ha de adquirirse”.
El experto en innovación de Harvard Business Schoool, Clayton Christensen, siendo también un pastor y devoto mormón, escribió al respecto en un libro muy interesante llamado “¿Cómo mediremos nuestras vidas?”. Sugiere Christensen en dicha obra que un propósito claro de vida debe ser el centro de nuestras decisiones, especialmente porque nuestros esfuerzos y logros más grandes no siempre se ven en el corto plazo, pero nos predisponen mejor para la felicidad.
Pone como ejemplo el tiempo con los hijos: llegar temprano a casa para estar una hora más con los hijos cada día no tiene un efecto evidente en unas semanas, pero hacerlo durante 20 años (o dejar de hacerlo) tiene un profundo impacto en la vida del hijo (y, por supuesto, también de su padre). Por eso invita a no caer en la tentación de hacer algo mal “sólo esta vez” porque enfrento “circunstancias extenuantes”, sin considerar todas las consecuencias, pues “es más fácil ser fiel a los principios el 100% de las veces, que el 97% de estas”, pues solemos arrepentirnos de dónde acabamos sin darnos cuenta cuando cedemos a esas tentaciones la primera vez, justificando en esto nuevas pequeñas transgresiones a lo que llamamos “nuestros principios”.
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Los indicadores con que mediremos nuestras vidas al final no serán en dólares, sino en las vidas que impactamos (aunque no lo veamos directamente), dice Christensen. Y habría que darle la razón, añadiendo como los antiguos filósofos: “decidiendo, me decido a mí mismo”.