Crítica de cine
“Todo cambia para que todo siga igual”
'Clash', un intenso retrato de un día en que manifestantes de diversas facciones se enfrentan en las calles de Egipto, es eficaz en producir sensaciones y en alinearnos y desalinearnos emocionalmente de los personajes.
La premisa sobre la que se construye Clash es tan brillante como peligrosa: reunir todas las contradicciones de un sociedad en el microespacio de un furgón policial. Y a esta decantación, que supone un único espacio, hay que sumarle el reto de la unidad temporal: contarlo todo en una sola jornada en la que cristaliza una situación más grande, la de la historia reciente de Egipto con sus distintos bandos encontrados, y los acomodos y reacomodos en los que pareció cumplirse de nuevo la célebre sentencia de El Gatopardo y emblema del escepticismo histórico: “Todo cambia para que todo siga igual”.
De los acontecimientos disponibles de la historia contemporánea de Egipto, Clash elige un momento de máximo caos, posterior a la caída de Hosni Mubarak en la Primavera Árabe de 2011, al triunfo y defenestración de los hermanos musulmanes y a la constatación del poder intacto de los militares, el verdadero factor decisivo detrás de todo. La jornada en que Clash se concentra ocurre en 2013, durante un día en que manifestantes de diversas facciones se enfrentan en las calles. Algunos de ellos terminan aprisionados en el furgón policial, en cuyo interior ocurre la narrativa de la película, y desde el cual se observa el afuera que le da sentido.
El peligro que recae sobre este tipo de películas es el exceso de retórica con que suelen recibirse. Por esa vía se puede llegar a sobreinterpretaciones o a que las situaciones parciales que las películas plantean se lean como ilustraciones de situaciones generales. En ese sentido Clash, como pasaba con otra película reciente –la tunecina Hedi, comentada en esta misma columna–, es fácilmente cooptada: la parte se toma por el todo, el furgón policial corre el albur de ser tomado por la totalidad de Egipto. Y si bien es cierto que las películas o cualquier obra artística producen sentidos múltiples, también están sujetas a su propia lógica: no significan cualquier cosa.
Para contrarrestar la ligereza interpretativa hay que analizar las herramientas narrativas y estilísticas. Porque es como experimento formal y no como metáfora política que Clash da lo mejor de sí. Estos niveles de experimentación no suponen una gran novedad. Clásicos como Náufragos, de Hitchcock, o notables películas recientes como Líbano, de Samuel Maoz, siguen un esquema de unidad espacial y temporal parecido. Incluso filmes colombianos como Posición viciada, de Ricardo Coral-Dorado, o Siempreviva (donde la temporalidad es más flexible), de Klych López, también proceden por concentración y sustracción.
En la película de Mohamed Diab es notable el intento del director por romper lo estático de la situación con la movilidad de la cámara y con un montaje que se desplaza por distintos puntos de vista. También el sonido contribuye a potenciar la sensación de claustrofobia que domina toda la película y que es su mayor logro: hacernos sentir físicamente la humillación y la impotencia de los detenidos. Los recursos usados para aligerar ese sentimiento opresivo no son tan afortunados. El humor que brota en medio del encierro casi siempre resulta forzado. Y la pirotecnia visual con que en ocasiones se representa el conflicto que ocurre fuera del furgón, con luces láser más propias de una discoteca, hace recordar otras guerras televisadas contemporáneas convertidas negligentemente en fuegos artificiales.
Clash es eficaz en producir sensaciones y en alinearnos y desalinearnos emocionalmente de los personajes. Pero no profundiza en ninguno, la aproximación a ellos es epidérmica. Cada personaje parece responder esquemáticamente a un cierto estereotipo social y a un bando del conflicto político. Y esa acumulación, en vez de clarificar, homologa; predomina el inventario sobre el análisis. La argumentación sobre los hechos históricos se ve sacrificada por la efectividad emotiva y por una cierta necesidad de traducir e ilustrar –para públicos extranjeros– las particularidades de una sociedad. La metáfora política es, por tanto, precaria o al menos coyuntural.