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'Girls': la realidad vaciada
'Girls' habla sobre nuestro propio cambio de siglo, sobre la necesidad de rellenar de teatro, de viajes, de novios, de yoga, de antidepresivos o de trabajos temporales soledades que son pozos sin fondo, imposibles de colmar.
Para no pocos en la cultura contemporánea”, escribió Hal Foster en El retorno de lo real, “la verdad reside en el sujeto traumático o abyecto, en el cuerpo enfermo o dañado”. Después de The Wire o The Shield, Girls insiste en esa tradición serial que regresa a la realidad, pero no desde la estética del falso documental, sino desde la comedia desacomplejada, ese nuevo territorio tragicómico, autoficcional, híbrido, del que Louis C.K. tal vez sea el máximo exponente y que el crítico cultural Jordi Costa bautizó posthumor. Y lo hace no a través de cuerpos heridos –aunque el cuerpo sea central en la poética de Lena Dunham, quien lo muestra sin maquillaje ni cirugía estética, con michelines y con estrías–, sino de almas heridas. Lo que comenzó siendo una vuelta de tuerca manierista a Sex and the City (no en vano también del sello hbo) se ha acabado convirtiendo en un callejón sin salida existencial, un relato que además de absurdo supura verdad, una comedia que pone los cuerpos en primer plano para disimular su carácter quirúrgico: disección de los espíritus.
La quinta temporada termina con tres escenas extraídas del arte contemporáneo. La primera consiste en una obra de teatro que tiene lugar en varias habitaciones de un mismo edificio y que permite situar a los personajes protagonistas en posiciones incómodas, cercanas o distantes, de modo que se cree una telaraña de miradas y de reacciones: lo que menos importa es la obra, como siempre, lo único que realmente les afecta son sus emociones y sus relaciones personales. La cultura en Girls está presente en forma de broma, de intertexto o de contexto, pero no provoca inquietudes ni epifanías. Por eso no sorprende que en la segunda escena, esa confesión en forma de monólogo ante un público, ese ejercicio de teatro autobiográfico, Hannah no haga más que decir en voz alta algo que no se ha atrevido a decirle a Jessa y a Adam. Ambos protagonizan los planos más impactantes de la temporada, esa tercera escena, que parece una instalación de galería indie: tras una pelea salvaje y tras hacer a continuación el amor, están desnudos, rodeados de todo lo que han roto, los platos, los jarrones, los libros desperdigados por el suelo, dos cuerpos palpitantes entre kilos y más kilos de ruinas.
Hannah actúa como hilo conductor de estos diez capítulos, pero los de mayor peso específico los protagonizan Marnie y sobre todo Shoshanna, quien con su estancia en Japón brinda una de las pocas tramas de una serie que se desarrolla por completo, y en contrapunto, en el extranjero, conectando la problemática de los jóvenes norteamericanos de la Costa Este con los de otros puntos del globo, universalizando su desubicación, su extravío. Siempre recuerdo la interpretación del modernismo que hace Octavio Paz en su ensayo sobre Rubén Darío: la respuesta a la nueva soledad del hombre contemporáneo, al vértigo del cambio del siglo xix al xx, es el horror vacui, la sobrecarga de cisnes y estatuas y jardines y exotismo para no enfrentarse con la soledad última, con el vacío existencial. Sobre lo mismo habla Girls en nuestro propio cambio de siglo, sobre la necesidad de rellenar de teatro, de viajes, de novios, de yoga, de antidepresivos o de trabajos temporales soledades que son pozos sin fondo, imposibles de colmar.
Rodeados de platos rotos, de ruinas domésticas, esos dos amantes, como todos los que se han ido uniendo y desuniendo en la serie, están cósmicamente solos. Pese a la ironía sobre los hipsters y los chistes sobre la escena cultural de Brooklyn, esa instalación final nos traslada a lo que hay más allá del humor: un núcleo duro, al que llevamos siglos dándole vueltas.