Crítica cine y música
Música más allá de las palabras
Emilio Sanmiguel explica 'Tristan e Isolda', la ópera de Wagner.
En carta blanca y con objetividad, el estreno de Tristán e Isolda, de Richard Wagner (1813-1883) en el Teatro Mayor de Bogotá este 4 de octubre, tras 151 años de su estreno en Múnich en 1865, reviste una importancia sin precedentes en la historia local de la ópera.
No solo por la expectativa de ver la producción de la Staatsöper y Philarmonisches Staatsorchester de Hamburgo bajo dirección de Ken Nagano, sino porque si la importancia de una ópera se midiera por su nivel conceptual, por lo revolucionario de su música y por sus consecuencias (se la considera “el punto de partida de la música moderna”) ninguna se la compara; ni siquiera La coronación de Popea, de Monteverdi, del siglo XVII.
Valen unas consideraciones. Pues el autor es Wagner, el más polémico. Como ser humano, un dechado de “virtudes”: amoral, egoísta, racista, antisemita, megalómano, desleal, mujeriego, pero… ¡un genio absoluto!, que tenía conciencia de su propio talento que elevó a niveles insospechados, si se piensa que por lo que sabemos de su infancia y juventud, no parecía predestinado a la música.
Es el único compositor capaz de dividir al mundo en bandos: sus adoradores ven en él a un redentor, sus detractores lo aborrecen y los indiferentes encuentran sus óperas largas, complejas (lo son) y demasiado estáticas, comparadas con las italianas o francesas de la misma época, como El baile de máscaras, de Verdi, o Carmen, de Bizet.
En realidad, Tristán es un “drama musical” –como prefería denominar sus creaciones– bañado de una música simplemente preciosa y de inspiración casi sobrenatural que alcanza el clímax en el “dúo de amor” del acto II, que no tiene rival. Además, lleva la tonalidad al extremo.
El libreto, de su autoría como siempre, es una joya, proviene de una leyenda celta elaborada sucesivamente por Béruil, Thomas of England y llegó a sus manos en la versión de Godofredo de Estrasburgo del siglo XIII, Wagner lo redujo a su más pura esencia y es un texto breve.
Por un lado, la obra lleva a escena la glorificación de un pasaje de su propia vida, su obsesión por Mathilde Wesendonck, esposa de su acaudalado mecenas en Suiza, que, como en el caso de los amantes del drama, era irrealizable, por la negativa de Mathilde y por la presencia de Minna Planer, su esposa, incapaz de soportar infidelidades y, sobre todo, negada a entender a un genio entre cuyos planes no estaban los títulos de éxito comercial, porque se sentía llamado a llevar la ópera al mismo estado de pureza artística del drama griego.
Hay que añadir que de todos los compositores, Wagner es el que se ha tomado más en serio el estudio de la filosofía. Tristán pone en música a Schopenhauer, en el sentido más pesimista del anhelo de la muerte como máximo anhelo de la existencia y sublima el sexo hasta el exceso.
La única recomendación para el eventual espectador: hay que seguir el texto, lo que con la proyección de los subtítulos es muy sencillo, pero, sobre todo, hay que oír la música, porque son dos discursos paralelos, los acontecimientos en el tiempo y el espacio, presentes en el escenario, y el anhelo del no-ser, que corre por cuenta de la orquesta, la encargada de completar el rompecabezas de la totalidad existencial; es la música la que logra justificar la realidad del adulterio de los amantes y la única que se encarga de decirle al oído al espectador la verdad de lo que ocurre en el alma de los personajes.
A la final, un Wagner sin tapujos.