Crítica cine y Tv
Saul o la disonancia
"Ya sabemos cómo acaban Saul y Mike, personajes de Breaking Bad; pero todavía albergamos esperanza por –digamos– el alma de Kim".
En el momento más loco de su segunda temporada, Better call Saul se rompe en una sucesión de multipantallas. El detonador es la visión, en una gasolinera, de uno de esos muñecos hinchables que tan bien conocemos por las teleseries. A Saul, que lleva los seis capítulos previos deseando abandonar el bufete de abogados donde trabaja, se le ilumina la bombilla. Lo que vemos en esos fragmentos de pantalla son sus trajes estridentes, sus corbatas imposibles, sus sistemáticos intentos para lograr que lo despidan. Todo al ritmo de una música que se corresponde perfectamente con las imágenes. A su compás, Saul se quita y se pone las camisas y las corbatas, a cual más cacofónica. Y los movimientos del muñeco vapuleado por el viento se corresponden perfectamente con ella: parece que bailara. Todo muy loco y muy divertido.
Cuando finalmente lo despide, su jefe alude en tono despectivo a “esa migraña óptica que llamas traje”. Lo kitsch es un rasgo distintivo de la serie, heredado de Breaking Bad. Se manifiesta tanto en las bermudas y las camisas del protagonista como en el local de masajes y pedicura, en las fachadas de los restaurantes mexicanos, en el neón publicitario o en los cocteles, a cual más fantasioso, que van tomando los personajes. Esa disonancia estética se corresponde con una disonancia moral. Ese es el gran tema de Better call Saul: qué haces en la vida cuando tu código ético no encaja con el mayoritario, cómo conciliar tu profesión de abogado con tu vocación de timador de medio pelo. En un mundo de trajes grises y camisas blancas, Saul luce indumentarias multicolores. En un entorno profesional, el de la abogacía, en que todo son formalismos y reglas y leyes, él es incapaz de normalizarse.
Los flash-backs nos descubren que ese ha sido su destino vital, que desde la infancia ha sido una persona desencajada, de buen corazón, pero bailando siempre con el diablo. Por eso la historia de amor con Kim es particularmente trágica. Kim es tan protagonista como Saul en esta segunda temporada. El conflicto de Saul con su hermano demente y las aventuras dark de Mike con los traficantes de la familia Salamanca no nos generan tanta tensión como la vida laboral de Kim. En los momentos más kafkianos, en las escenas que muestran con más crudeza la realidad laboral, el rostro minúsculamente torturado de la actriz Rhea Seehorn nos provoca una inquietud que no puede provocarnos Bob Odenkirk. Ya sabemos cómo acaban Saul y Mike, personajes de Breaking Bad; pero todavía albergamos esperanza por –digamos– el alma de Kim.
Es un amor imposible porque no pueden ser socios. Pueden ser amantes, pero nada más. Y el amor a largo plazo, sea o no matrimonial, implica una sociedad. Los planos en azoteas, en parkings subterráneos, en escaleras de emergencia y en aparcamientos alquitranados subrayan esa soledad, ese búnker emocional en que se aisla cada personaje. Better call Saul es una serie de no-lugares: espacios del anonimato. Por suerte sus creadores, Vince Gilligan y Peter Gould, que ya trabajaron juntos en Breaking Bad, creen en cambio que la autoría puede ser colectiva, que las series pueden ser comunidades, lugares de encuentro y armonía, donde sí es posible una cierta forma de amor.