Editorial 117
El último suspiro
En menos de un año desparecerá uno de los más importantes patrimonios culturales colombianos, sin que haya mucho por hacer. Los estudios de Discos Fuentes, ubicados en el sector de Guayabal, cerca al aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, fueron vendidos a una conocida marca de ropa interior.
El 1 de diciembre de 1954, Antonio Fuentes trasladó a Medellín una empresa creada treinta años antes en Cartagena. Alquiló una casa antigua en el barrio Colón y comenzó a grabar discos con la ilusión intacta de darle un lugar en el mundo a la música popular latinoamericana. Su catálogo era uno de los más robustos de América Latina, conformado por al menos 500 grabaciones. Por los estudios cartageneros –que inicialmente se fundaron en la sala de su casa en Bocagrande—ya habían pasado orquestas como la Típica Granada, Los Piratas de Bocachica, José Barros, El trío Bovea y sus vallenatos, el Indio Duarte y la Sonora Malecón Club. Pero como muchos negocios, el suyo había sido puro entusiasmo y en el vértigo de sacar adelante el proyecto, no hubo tiempo para consolidar un archivo consistente en aquella época.
El lunes 27 de junio de 1960 se abrió la primera fábrica de discos de Colombia, que pronto desaparecerá como edificación. El periódico El Colombiano tituló a seis columnas: “Discos Fuentes lanza el Stéreo exclusivamente hecho en Colombia”. Desde entonces, la empresa comenzaría a organizarse. Pedro y José María, hijos de Antonio, se hicieron cargo de la administración. José María había importado una consola Mastertone, y con el ingeniero Mario Rincón produjeron el primer gran éxito en estéreo de la música popular colombiana, en manos de Pedro Laza y sus Pelayeros. Ese año se prensó, además, el primer disco de los 14 cañonazos bailables, que sería, durante cuatro décadas, el más vendido en las fiestas de diciembre.
Lo demás es el desarrollo de tecnologías que fueron cambiando hasta hacer imposible el negocio tradicional de la música. Desde el casete, que llegó en los primeros años setenta; la aparición del cd, a mediados de los ochenta y la popularización de internet en los noventa, la empresa fue cambiando hasta hoy, cuando ha decidido confiar toda su historia al mundo digital. Las razones, según explica su gerente general, Rafael Mejía Pérez, obedecen a que sostener un estudio de esas dimensiones, hoy no es rentable. La música ha cambiado y las razones económicas son entendibles. Hoy ninguna compañía sobrevive con formatos tradicionales: todo se ha trasladado al streaming y a los eventos como conciertos, que son los que producen dinero.
Lo que no resulta explicable es que nadie en el sector cultural se haya preocupado hasta la fecha por pensar una solución. No se ha pensado, por ejemplo, en preservar el estudio para convertirlo en un centro cultural dedicado a la actividad musical. Aunque según Mejía, la venta de las instalaciones ya se hizo efectiva, durante todos estos años no han tenido ningún contacto con entidades estatales interesadas en defender el patrimonio. Los equipos fueron donados a universidades como la San Buenaventura; el archivo biográfico fue puesto en manos del Instituto Tecnológico Metropolitano. En este momento se encuentran catalogando el archivo fotográfico que se trasladará, presumiblemente, a la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. El sello disquero se mantendrá, aunque muchos de sus archivos aún están por digitalizar. El mítico estudio que guarda el aura de canciones imprescindibles de nuestra historia cultural, se convertirá en una ruina más, entre tantas otras que hemos visto aparecer en un país con una memoria triste.