Home

Editorial

Artículo

EL EDITORIAL

El 45 Salón Nacional de Artistas pasará a la historia por un mural censurado

Si las directivas de una institución educativa creen necesario expresar un desacuerdo bien pueden hacerlo hablando, no haciendo desaparecer una obra de arte.

Revista Arcadia, Sara Malagón Llano
1 de octubre de 2019

Este artículo forma parte de la edición 167 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

En el comunicado que publicó el 25 de septiembre para explicar por qué había mandado a borrar de uno de sus muros una obra de grafiti de los reconocidos artistas y dibujantes Power Paola y Lucas Ospina, el Centro Colombo Americano recuerda que durante más de setenta y siete años ha contribuido a fortalecer el arte y la cultura en Colombia; que ha sido el nido de importantes artistas de la escena nacional y una plataforma para artistas emergentes, y que por sus aulas han pasado más de seis millones de estudiantes, muchos de ellos becados. Todo eso es verdad. Y por eso es tan lamentable que sus directivas hayan resuelto destruir una obra de arte; por eso es legítimo que se haya desatado una controversia en torno a la decisión, y por eso es muy pertinente llamar la acción un acto de censura.

Dos días antes del comunicado, Power Paola y Ospina llegaron al Colombo Americano, en el centro de Bogotá, para terminar un trabajo titulado diálogo ilustrado, que les había encomendado el 45 Salón Nacional de Artistas (SNA), que se celebra este año en Bogotá. La artista gráfica Power Paola –colaboradora mensual de ARCADIA y famosa, entre otras cosas, por su participación en la producción de la película animada Virus tropical– y el artista y profesor de la Universidad de los Andes Lucas Ospina habían comenzado a trabajar días atrás en el mural, sin esconderse, con la asistencia, incluso, de personas vinculadas a la institución. El mural ya estaba avanzado y exponía críticas sociales y políticas en dibujos de estilos heterogéneos, surgidos de manera espontánea, precisamente como resultado de un diálogo entre los artistas.

En las imágenes había obvias provocaciones: un hombre le practica sexo oral a una mujer; una silueta de Donald Trump manipula un títere de Álvaro Uribe, y este a su vez pone a bailar a un títere de Iván Duque; Paris Hilton hace un gesto alegre y tiene una camiseta que dice en inglés “Dejen de ser pobres”; Mickey Mouse aparece en una fila de personajes grotescos que llevan hasta un agente de la dea, de ropa apretada y botas con cordones blancos, que mira desafiante frente un letrero que dice: YANKEE GO HOME.

El Colombo Americano dice que se sintió asaltado en su buena fe, pero lo contradicen las versiones de los artistas y los representantes del SNA, quienes, junto con la Alcaldía de Bogotá, hablaron sin reservas de “destrucción y censura”. Y así se hubiera tratado, digamos, de una intervención no concertada, la decisión de eliminar la obra, de tapar el grafiti con pintura blanca, sin explicaciones previas, sin ofrecerles el diálogo a las partes involucradas, con violencia soterrada, desvirtúa el espíritu liberal y socava el peso cultural de la institución: ¿no yacen en la naturaleza del grafiti la temeridad y el vandalismo?

La forma como se dieron las acciones deja más bien pensar que se trató de un desacuerdo con el contenido y de una retaliación. En un video, que desde entonces circula en redes, un hombre le pasa un rodillo primero a la escena de sexo oral, luego a la imagen de Uribe, después a la de Duque. Si había una molestia, si se había incumplido un acuerdo o roto una comunicación, habría bastado inicialmente con cubrir el muro con un plástico. Si las directivas (de una institución educativa) creían necesario expresar un desacuerdo, bien pudieron haberlo hecho hablando, no haciendo desaparecer una obra de arte. Y para intentar defender lo indefensible no deberían atribuir la responsabilidad de la controversia a una “lamentable agitación mediática”. Vivimos en tiempos que exigen la defensa del debate plural y libre y que plantean tantos desafíos para los medios –tradicionales y nuevos– como deberes para los ciudadanos en su relación con ellos; y esto implica dejarlos hacer su labor, cuando su motivación y sus vehículos son los que dicta la profesión.

El censor suele ser irreflexivo, pero cuesta ver a una institución con tanta experiencia e influencia como el Colombo encarnar este rol. En Colombia, hoy las artes y la cultura se mueven agitadamente entre el sabor del éxito y la amenaza de la quiebra, entre la perspectiva de un mejor futuro y una realidad tantas veces frustrante y sobrecogedora. Es deber de sus gestores, siempre, protegerla. Y nunca tocarla.