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Editorial No. 90

La luz del sol

“Todo lo que somos, traducido a capacidad de consumo, tiene un precio que alguien quiere pagar”.

RevistaArcadia.com
18 de marzo de 2013

Dice algún economista que el futuro es líquido. El río Mekong es como un dios benévolo: enorme y poderoso, ancho y elegante, interminable. Baja desde el corazón de China y atraviesa la provincia de Yunán antes de entrar a Myanmar, bordear el norte de Tailandia, partir Laos en dos de norte a sur y serpentear Camboya formando un lago que parece un mar para desembocar, entre extraordinarios movimientos de mareas que cambian la dirección de su curso una vez al año, en el sur de Vietnam. En Laos, al atardecer, un sol ciego que parece un incendio contenido en un círculo perfecto, vuelve el aire rosado y amarillo. Dice otro economista que el río da de comer a sesenta y cinco millones de personas. Se explaya cuando el paisaje es llano y se angosta para filtrarse entre las montañas más escarpadas y negras y extrañas de la tierra.

Pero el futuro es líquido y Laos lo tiene y China lo quiere. Y lo quiere Tailandia. Y lo quieren todos. Todos los que ven en el Mekong la gran batería del sureste asiático. Los que necesitan cada vez más luz. Luz eléctrica, claro está. Porque el petróleo se acaba, el carbón es sucio y la energía eólica no es un negocio rentable.

Y por eso todos quieren construir descomunales represas en Laos. Mover pueblos. Poner a la gente que vive del río a morir. Acabar con los ecosistemas: un discurso que suena lejano –a nadie le importa que alguien se muera de hambre en Luang Prabang– hasta que en Bogotá comienzan a caer granizadas violentas que acaban con las rosas y hacen que la gente llegue tarde a una cita. Pero no es de rosas que quiere hablar este editorial.

Sino de la luz. Y de la energía que fabrica esa luz. De la que prende cada mac, y cada iPad y cada iPhone y cada Samsung y cada Blackberry y cada Sony que se fabrica y se vende y se usa en el planeta. Y quiere hablar también y sobre todo de lo que le estamos entregando a quien tenga el control de esa luz. De esa energía, quiero decir. Del poder que cedemos cada día a los dueños de la luz. Y de la energía hidráulica, y de la energía eléctrica, y del ciberespacio, y de la nube, y de las redes, y de los cables submarinos, esa nueva flora (¿o fauna?) de sílice de los lechos del mar.

Cada minuto mueren tres usuarios de Facebook. El último dato conocido es del 2011: un millón setecientos mil usuarios de esa red murieron ese año. Así de tantos habitantes hay en ese curioso país. Si el usuario que ha muerto es, por ejemplo, un adolescente, los padres, sus herederos, no pueden acceder a la cuenta, ni recuperar sus fotografías, ni sus escritos, ni sus cartas ni, hasta hace muy poco –gracias a la lucha feroz de los padres de un joven suicida–, encontrar los mecanismos para que los dueños de Facebook les creyeran que de veras su hijo había muerto y que de veras sí eran sus padres y no unos amigos del colegio queriendo hackear una cuenta por joder. Hay que presentarles, eso sí, una copia autenticada del certificado de defunción. Y otra cosa: los archivos que el muerto haya dejado en la nube (iCloud, Dropbox, Wetransfer) se convierten automáticamente en propiedad del proveedor individual de la plataforma. Quién sabe para qué.

Dicen que es por nuestro bien. Para proteger nuestra privacidad. Pero no es verdad. Nuestras búsquedas en ?Google se venden, tras armar un perfil de nuestros gustos, deseos y miedos, nuestros vicios y debilidades, nuestros tontos y no tan tontos secretos. De nuestra triste vanidad. Todo lo que somos (y su traducción en capacidad de consumo) tiene un precio. Y hay alguien que lo quiere pagar.?Solemos creer que Amazon vende libros. Pero no es verdad. En realidad le prestan a uno un servicio de alquiler. Aunque diga “download”, el libro no está en el kindle, está en un cache virtual. Amazon tiene la herramienta tecnológica para borrar, de un plumazo, todos los libros de una biblioteca virtual. Para hacerlo, basta que uno se conecte a la Red. Tampoco se puede heredar (a menos de que un hijo diga que su madre no ha muerto y finja ser ella cada vez que quiera entrar a su biblioteca a leer).

El FBI (que creemos es una ficción por culpa de tantas películas vistas) vigila sistemáticamente la Red. Puede ver todo lo que hacemos, cuando quiere. Es una práctica que lleva ya años, pero por fin Google, con su turbia política de transparencia, acaba de hacer pública la noticia. El Bureau dice, claro, que es para protegernos de los terroristas. Pero terroristas eran los bisabuelos de la más alta burguesía de la Francia de hoy.

Pero no es de Francia que quiere hablar este editorial. Lo que quiere es preguntar: ¿y si se va la luz? ¿Por un ataque terrorista que el FBI no alcanzó a prever? ¿Por qué se acabó el agua en el Mekong? Somos raros los seres humanos: por plata preferimos criar hijos tontos, frenéticos, adictos a hipnóticos jueguitos de nunca acabar, a mirar con un libro en la mano el esplendido sol anaranjado en Luang Prabang.